El Papa, la homosexualidad y un cambio de paradigma

Por João Manuel Da Silva, S.J.*

Las declaraciones del Papa sobre la convivencia civil de personas homosexuales en un documental de Evgeny Afineevsky han reavivado en la Iglesia Católica el controvertido debate sobre la homosexualidad y el lugar de las personas homosexuales en la comunidad católica. En ese documental, Afineevsky recupera una entrevista que el Papa había concedido a Televisa en 2019 en la que el Papa afirmaba que “una persona homosexual tiene derecho a estar en una familia. Son hijos de Dios y tienen derecho a una familia. (...) Lo que tenemos que hacer es una ley de convivencia civil. Tienen derecho a estar cubiertos legalmente”.  

Es cierto que estas afirmaciones del Papa incluidas en el mencionado documental no alteran en una coma la posición católica sobre este tema ya que, como sabemos, una entrevista papal no es la manera de cambiar o afirmar la doctrina. Esto fue recordado por la Secretaría de Estado del Vaticano en una nota enviada a los Nuncios Apostólicos y obispos de todo el mundo. Sin embargo, estas palabras no son ciertamente una ensoñación de Francisco, y poseen una fuerza y una intencionalidad que no deben ser descuidadas.

¿Pero qué nos dice la Iglesia Católica sobre la homosexualidad y la vida de los homosexuales? ¿Qué caminos de santidad tenemos para ofrecerles?

Lo primero que hay que considerar cuando hablamos de “Iglesia” es que esta no se refiere solo al Magisterio o a la doctrina. Es cierto que el Magisterio tiene un papel preponderante en la enseñanza de la Iglesia. También, la liturgia, la vida – y sobre todo la conciencia personal – de los creyentes, la vida de las iglesias locales y sus comunidades, la reflexión teológica y científica también forman parte de la Iglesia y constituyen verdaderas instancias de la Palabra que hay que tener en cuenta, porque también a través de ellas el Espíritu habla a su Iglesia. El comienzo de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II nos recuerda que “los gozos y las esperanzas, los dolores y las angustias de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren, son al mismo tiempo los gozos y las esperanzas, los dolores y las angustias de los discípulos de Cristo. No hay nada verdaderamente humano que no resuene en su corazón. (...) La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia”. 

De hecho, al redescubrir la historia y la experiencia humanas como el lugar de la revelación de Dios en Jesucristo, el Concilio provocó un cambio de paradigma eclesial: en lugar de una Iglesia organizada piramidalmente, en la que solo unos pocos poseían la capacidad de comprehender y enseñar lo que era Verdad, se comenzó a concebir la Iglesia en modo circular, en la que hay diferentes carismas y ministerios, pero en la que todos pueden acceder – en sus vidas concretas, a través del discernimiento – a la Verdad que es la persona de Jesús. La verdad, por lo tanto, no es algo abstracto que solo unos pocos pueden lograr comprender, sino sobre todo algo relacional e históricamente situada. De esta manera, la historia y la vida personal de los creyentes se convierte en “fuente” de la reflexión teológica, junto con la Escritura y la Tradición, porque también es el lugar de la Revelación de Dios. 

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La vida moral y la sexualidad

Hay que recordar, en primer lugar, que la vida moral de un cristiano no se limita a la observancia de un cierto número de normas o mandamientos, a la obediencia de ciertos principios y leyes o a la asunción de un cierto código de valores. Por el contrario, la vida y la acción moral son el fruto de la relación de cada creyente con el Señor Jesús, que es la norma, el criterio y el horizonte de toda acción. Por lo tanto, al principio, en lugar de una ley o norma, tenemos una relación: la relación personal entre el creyente y Jesús, camino, verdad y vida. Este encuentro, en el que el creyente contempla, aprende y asimila el modo de vivir y actuar de Jesús, debe manifestarse en un modo muy propio y concreto de ser discípulo, de manifestar a través de acciones y elecciones concretas la fe en Jesús. 

Como recuerda Lumen Gentium, n. 11, todos los bautizados están llamados a ser santos y, como explica el Papa Francisco en la Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate (GE), “lo que importa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él” (GE 11) para que, a través de gestos, acciones y palabras, realice y actualice en el mundo la santidad de Dios, manifestada en Cristo Jesús.

El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) en su n. 2332, afirma que la sexualidad es una dimensión fundamental de la persona humana, que no se reduce a la genitalidad, sino que afecta a todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y alma. La sexualidad está profundamente vinculada a la afectividad, es decir, a la capacidad de amar y de generar vida y, más en general, a la capacidad de crear lazos de comunión. En la Encíclica Familiaris Consortio (FC), San Juan Pablo II afirmó que “la sexualidad (...) no es en absoluto algo puramente biológico, sino que concierne al núcleo íntimo de la persona humana como tal” (FC 11). El Catecismo también reconoce que “corresponde a cada hombre y mujer reconocer y aceptar su identidad sexual” (CIC 2333).

En este contexto, la castidad, que es la integración de nuestra sexualidad en el conjunto de nuestra existencia como seres relacionales, es una virtud fundamental que todos los bautizados están llamados a desarrollar. Esta es, en primer lugar, un don de Dios, pero también implica un esfuerzo personal que conoce leyes de crecimiento. Básicamente, todos estamos llamados a amar en castidad y esta forma de amar implica la integración de la sexualidad en toda la persona y la unidad interna de la persona humana en su ser corporal y espiritual. 

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Desde esta perspectiva, el amor humano verdaderamente casto tiene dos dimensiones fundamentales. Por un lado, el reconocimiento de la propia existencia como un don: el reconocimiento de uno mismo como hijo e hija amados incondicionalmente por Dios. Este reconocimiento debe traducirse en primer lugar en amor propio y auto-aceptación como consecuencia de la integración progresiva de las distintas dimensiones de la persona: intelectual, espiritual, emocional, física y sexual. Por otro lado, la castidad implica un amor incondicionalmente abierto al otro, como respuesta al amor de Dios que nos amó primero. Un amor en el que haya honestidad, fidelidad, estabilidad e igualdad en las relaciones, algún tipo de fecundidad, complementariedad afectiva, cuidado mutuo y deseo sincero del bien del otro, madurez afectiva y profundidad en la relación, responsabilidad por el otro y por la sociedad, porque ningún amor verdadero es exclusivamente un “amor entre dos” – el amor casto está siempre abierto a la vida, a la promoción de la justicia social y al bien común.

Además de la integridad de la persona, el Catecismo afirma que la castidad presupone “la totalidad del don” (CIC 2337) en los diversos estados de vida a los que las personas son llamadas: matrimonio, consagración o celibato. Según este entendimiento, solo en el contexto del matrimonio puede la “totalidad del don” incluir las relaciones sexuales, ya que solo en este ámbito se dan las condiciones para la inseparabilidad requerida entre las dimensiones unitiva y procreadora del acto sexual. Sin embargo, como sabemos, tal enseñanza no está exenta de ambigüedad. 

La doctrina y la homosexualidad

En lo que se refiere a la homosexualidad, el Catecismo (CIC 2357-2359) afirma que las personas homosexuales están, como los demás bautizados, llamadas a la castidad, siendo esta la forma en que “pueden y deben acercarse gradual y decididamente a la perfección cristiana”. Este documento también considera que “los actos homosexuales no pueden recibir aprobación en ningún caso” porque “son intrínsecamente desordenados: son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No provienen de una verdad complementaria, afectiva y sexual”.

Tal enseñanza es, en efecto, problemática en varios aspectos. La primera dificultad consiste en equiparar el concepto de “castidad” con el de “abstinencia sexual perpetua”. De hecho, para las personas heterosexuales la castidad aparece como un camino de profundización que, pasando por varias etapas, puede llevar al matrimonio. El Catecismo habla de “castidad matrimonial”, ciertamente diferente de la castidad de una persona célibe. Por su parte, las personas “consagradas” eligen libremente – y reciben la formación necesaria para ello – una vida de castidad que incluye la abstinencia sexual. Para los homosexuales, la castidad, que en su caso es sinónimo de abstinencia sexual perpetua, se impone como el único camino posible sin ninguna otra opción. 

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Así pues, ningún tipo de expresión de afectividad que incluya la intimidad sexual con una persona del mismo sexo puede constituir para estas personas un posible camino hacia la santidad. Sin embargo, la experiencia concreta de muchos católicos homosexuales, que buscan seguir a Jesús dentro de la comunidad, nos muestra que muchas de estas personas no se sienten llamadas a la castidad (entendida como abstinencia sexual). Muchas de estas personas manifiestan con sus vidas las virtudes cristianas, dando frutos de caridad, pero no se sienten llamadas a una vida de celibato y abstinencia sexual o, en este momento, no se sienten capaces de vivir un tal estado. De esta manera, la enseñanza actual – por no considerar toda una escala de posibilidades entre el todo y la nada – termina por constituir para ellos un obstáculo tanto para la apertura a la gracia de Dios como para el crecimiento personal en la santidad. Ahora, usando una expresión del Papa Francisco en Amoris Laetitia (AL), n. 305, ¿no es cierto que, con tal visión de las cosas, estamos cerrando “el camino de la gracia y el crecimiento” y desalentando “caminos de santificación que dañan la gloria de Dios” entre las personas homosexuales? 

Solo una Iglesia misericordiosa es capaz de abrazar la complejidad humana

Como Francisco nos recuerda, “solo de una manera muy pobre llegamos a entender la verdad que hemos recibido del Señor. Y, con mayor dificultad aún, somos capaces de expresarla. Por lo tanto, no podemos pretender que nuestra forma de entenderla nos autorice a ejercer un control riguroso sobre la vida de los demás” (GE 43). De hecho, cuando nos situamos ante el misterio de la vida humana – y en particular el misterio de la sexualidad humana – es importante quitarnos de encima certezas y definiciones de carácter abstracto y absoluto, porque el suelo que pisamos es sagrado. 

En el espíritu del Concilio Vaticano II, el Papa Juan Pablo II declaró en su Encíclica Dives in Misericordia que “la Iglesia vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia – el atributo más estupendo del Creador y Redentor – y cuando acerca a la gente a las fuentes de la misericordia del Salvador, de la que es depositaria y dispensadora”. En el mismo sentido, el Papa Francisco ha tratado de reavivar esta dimensión fundamental en la Iglesia al subrayar que “la misericordia es el rayo guía que sostiene la vida de la Iglesia” y “la credibilidad de la Iglesia es a través del camino del amor misericordioso y compasivo” (Bula Misericordiae Vultus). 

Como el mismo Pontífice dejó claro en su programática Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (EG), Francisco desea – y ha buscado hacer realidad este deseo – una iglesia hospital de campaña, es decir, una iglesia que sea la “casa abierta del Padre” que llegue a todos, sin excepción. Como consecuencia, tal modelo genera una Iglesia “accidentada¨, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (EG 49). 

La práctica de la misericordia implica, en primer lugar, escuchar al otro, su historia, sus alegrías y sus penas, sus realizaciones, su sed y su angustia, y su capacidad de empatía. Una Iglesia que se entiende a sí misma como un hospital de campaña ya no tiene respuestas abstractas y preestablecidas, que aplica fríamente a quien se le aparece herido, necesitado de ayuda. Aunque tiene principios rectores, no puede tener recetas y prescripciones cerradas para tratar nuevas heridas, problemas hasta ahora desconocidos. Teniendo esto en cuenta, me pregunto: ¿es la actual consideración de que todo acto de homoafetividad es “intrínsecamente desordenado” compatible con una Iglesia que se concibe a sí misma como un hospital de campaña? ¿La imposición del celibato perpetuo y la abstinencia sexual a las personas homosexuales les permite esa integración de la sexualidad en el conjunto de su persona que el propio Catecismo preconiza? ¿La doctrina sobre este tema toma en consideración la vida real y concreta de las personas, sus dudas, deseos, logros y preocupaciones?

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Un cambio de paradigma eclesial: el caso de Amoris Laetitia

Las declaraciones del Papa Francisco en el mencionado documental son un signo renovado de la concepción que la Iglesia tiene de sí misma. Mirando el mundo que le rodea, Francisco se encuentra delante a la existencia de parejas homosexuales. Sin querer equipararlas en modo alguno al matrimonio católico entre un hombre y una mujer, el Papa considera, sin embargo, que por el bien que pueden aportar a las personas involucradas en ellas y a la sociedad, estas uniones deben ser protegidas legalmente de alguna manera para garantizar la dignidad de estas personas. 

El Papa podría, pero no quiere, alterar la doctrina, al igual que los estados civiles que, “por decreto”, alteran el concepto legal de “matrimonio” para incluir a las parejas homosexuales. Recordando el principio enunciado en la Evangelii Gaudium de que “el tiempo es más grande que el espacio”, el Papa reitera que “no todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas a través de intervenciones magisteriales” (Amoris Laetitia, 2). La necesaria unidad entre la doctrina y la praxis, continúa el Papa, “no impide que existan muchas formas diferentes de interpretar algunos aspectos de la doctrina o algunas consecuencias que se derivan de ellos” (AL 2), teniendo en cuenta las diferentes situaciones y contextos culturales en los que se encuentran los pueblos, en su existencia histórica y concreta. 

Esta actitud, sin alterar formalmente la doctrina, redescubre un paradigma eclesial diferente al que nos hemos acostumbrado en el último siglo y medio: una Iglesia que no lo sabe todo, que no posee la verdad absoluta sobre el misterio de Dios, del ser humano y de su sexualidad, sino que es capaz de mirar las nuevas realidades que encuentra y cosechar en ellas los eventuales frutos del Espíritu Santo, las semillas de verdad que germinan en ellas.

Como dice el Cardenal Walter Kasper en su obra El mensaje de Amoris Laetitia: un debate fraterno, no hay duda de que las uniones entre homosexuales no corresponden a la concepción cristiana del matrimonio, como sucede con las uniones civiles o las uniones de personas que se vuelven a casar. Sin embargo, el teólogo alemán reconoce que algunas de estas uniones pueden realizar parcialmente y de manera análoga algunos elementos de un matrimonio cristiano. De hecho, así como fuera de la Iglesia Católica hay elementos de la Verdad revelada en Cristo, también puede haber elementos del matrimonio cristiano en las uniones de personas del mismo sexo, aunque no realicen plenamente o aún no realicen plenamente este ideal. Por lo tanto, tales relaciones no pueden ser condenadas en su conjunto, sino que deben ser consideradas objetiva y justamente por el bien que de ellas se desprende para la vida de las personas implicadas, para la Iglesia y para la sociedad.

Esta metodología, ya redescubierta por el Concilio Vaticano II, fue utilizada por Francisco en la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia, relativa a las personas que se encuentran en una nueva unión después de un primer matrimonio fallido. Mientras reafirmaba la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio, el Papa Francisco ensayó una forma de acoger, acompañar e integrar a algunas personas que se volvían a casar en la plena comunión de la comunidad cristiana. Reconociendo que su situación no corresponde a la norma de la Iglesia sobre el matrimonio, el Papa afirma que, no obstante, “debemos evitar los juicios que no tengan en cuenta la complejidad de las situaciones y debemos estar atentos a la forma en que las personas viven y sufren a causa de su condición” (AL 296). Por lo tanto, “es necesario acompañar con misericordia y paciencia cualquier etapa de crecimiento personal que se presente, dando lugar a la misericordia del Señor, que nos impulsa a hacer lo mejor”. Por ello, para atender a la situación concreta del pueblo, Francisco prefiere animar a las personas a realizar un discernimiento personal y pastoral responsable que tenga en cuenta la conciencia debidamente formada de la persona. De hecho, “el discernimiento debe ayudarnos a encontrar los posibles caminos para responder a Dios y crecer en medio de los límites” (AL 305).  

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Tal metodología permite mantener la tensión entre la existencia de principios y normas generales y abstractas y la atención a la persona en su situación concreta, respetándola en su siempre única dignidad. Este es, además, el método utilizado por mucho tiempo en el campo de la vida moral en sociedad. En lo que respecta a la acción social y política de los cristianos como individuos y grupos, el Papa Pablo VI invitó, en su Carta Apostólica Octagesima Adveniens, n. 4, a las comunidades cristianas para “discernir, con la ayuda del Espíritu Santo, en comunión con los obispos responsables, en diálogo con los demás hombres y mujeres cristianos de buena voluntad, las opciones y los compromisos que deben asumir para llevar a cabo las transformaciones sociales, políticas y económicas que se consideran urgentemente necesarias en cada caso”. De hecho, el discernimiento comunitario sobre la mejor manera de actuar en cada situación concreta es algo que forma parte de la tradición viva de la Iglesia, a saber, en la vida moral.

Acompañar, discernir e integrar: caminos de santidad para las personas homosexuales.

Hemos visto que la doctrina no es un bloque frío y abstracto que podamos arrojar a la gente y que la vida moral cristiana es un camino y un proceso de profundización de nuestra relación con el Dios que nos llama y nos ama primero. En este proceso los agentes pastorales tienen la función de iluminar las conciencias de los fieles (¡y no de sustituirlas!) y de fortalecer el encuentro personal de cada uno con la persona de Jesús y su Evangelio.

En este sentido, necesitamos urgentemente estimular en nuestras comunidades caminos de escucha, acompañamiento y crecimiento espiritual y humano para las personas homosexuales, como individuos y como parejas. En el Documento Final del Sínodo sobre la Juventud los Obispos recomienda la creación y el desarrollo de itinerarios de acompañamiento en la fe para las personas homosexuales en los que se les “ayude a leer su historia, a adherirse libre y responsablemente a su llamada bautismal, a reconocer el deseo de pertenecer y contribuir a la vida de la comunidad y a discernir los mejores modos de hacerlo realidad” (n. 150). El objetivo de estas propuestas, continúa el mismo documento, “es ayudar a todos los jóvenes, sin excepción, a integrar cada vez más la dimensión sexual en su propia personalidad, creciendo en la calidad de las relaciones y avanzando hacia la entrega de sí mismos”. 

El crecimiento en la santidad de las personas que se descubren como homosexuales requiere caminos propios que necesariamente implicarán, en primer lugar, romper el silencio sobre este tema y hacer visibles a estas personas dentro de la comunidad, ofreciéndoles la oportunidad de releer y contarnos su propia historia. De hecho, cualquier camino pastoral creado a la luz del Concilio Vaticano II – y, en el fondo, a la luz del Dios que viene a nuestro encuentro en Jesucristo – tendrá que empezar por escuchar la experiencia concreta de las personas donde están. Por otra parte, respetando el principio teológico de que “lo que no se asume no puede salvarse”, todos los cristianos deben ser animados a asumir y amar lo que son, incluida su orientación sexual, para que puedan entrar más profundamente en un camino de conformación con el Señor y de crecimiento en la virtud de la castidad. La conversión, la progresión en la santidad, nunca nace de la negación de lo que uno es: solo se camina en la santidad, solo pueden “amar a su prójimo como a sí mismo” los que se aceptan y se aman a sí mismos precisamente con todo lo que son. Por consiguiente, cualquier camino de formación y crecimiento en la santidad implicará necesariamente la aceptación de la propia forma de expresar el afecto y la integración de la dimensión sexual en toda la persona. Tal visión está perfectamente en línea con la definición de castidad presentada anteriormente.

Por otro lado, necesitamos ayudar a los individuos y discernir las semillas de amor cristiano que pueden brotar de sus relaciones. Más que etiquetar o condenar a priori, es necesario proponer caminos reales y posibles de santidad, basados en el bien que puede existir en estas relaciones, tales como: honestidad, fidelidad, estabilidad en las relaciones, algún tipo de fecundidad, complementariedad afectiva, cuidado mutuo, madurez afectiva, responsabilidad por el otro y por la sociedad. Todo esto porque el bien moral de una relación – cualquiera que sea el tipo de partners – se deriva en primer lugar de su capacidad para santificar a las personas involucradas en ella.

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Volviendo al principio, es cierto que el Papa en ese documental no alteró la doctrina de la Iglesia. Pero esas afirmaciones de Francisco son ciertamente intencionales, incluso si son audaces. Son un signo más de una Iglesia que se concibe a sí misma como un hospital de campaña, que no se encierra en el Templo, sino que habita en el campo de batalla que es el mundo, que son las vidas de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. De una Iglesia que no pide registro o “historial de enfermedades” a quien se acerca. De una Iglesia que no es un museo de piezas obsoletas, que repite principios y normas abstractas, pero desconectada de los anhelos, alegrías, dudas, lágrimas y sedes humanas. Una Iglesia que trata, que cura las heridas sin importar a quien, aceptando a la gente, sin separar lo puro de lo impuro. Una Iglesia que está siempre dispuesta a ver las pequeñas semillas de bien, de amor y de verdad que germinan en la vida de las personas que llegan a ella, para ayudarlas a crecer y a dar fruto con la medicina de la misericordia. 

Las vidas de los homosexuales que nos cuestionan no pueden, por lo tanto, pasar indiferentes a este hospital de campaña. En fidelidad a Jesús, al Evangelio y a la Tradición de la Iglesia, necesitamos “ensuciarnos las manos”, encontrando nuevas formas de transmitir, en un lenguaje que la gente perciba, la eterna novedad del amor de Dios, revelado en Cristo Jesús. Necesitamos “mancharnos”, escuchando lo que la concreción de sus vidas tiene para enseñarnos y cuestionarnos. Necesitamos iluminar sus conciencias, para permitirles discernir la verdad que Dios revela en sus corazones sacando a la luz lo mejor de ellos, el elemento personal que Dios mismo ha sembrado. Debemos mostrarles – y ayudarles a amar – una Iglesia íntima y verdaderamente solidaria con el género humano y su historia, una Iglesia de la que ellos también forman parte y a través de la cual pueden conocer el rostro bueno y misericordioso del Padre. Este proceso de apertura y acogida que el Concilio ha puesto en marcha y que el Papa ha estimulado con sus declaraciones y acciones debe ser continuado y desarrollado por todos nosotros – pastores, laicos y agentes pastorales – con palabras y gestos concretos y reales.

Concluyo con un pasaje del Evangelio según San Marcos que encuentro esclarecedor en este contexto. Al principio del capítulo 3, Marcos nos presenta a un hombre con una mano paralizada, que está en la sinagoga en un sábado, donde también está Jesús y un grupo de Doctores de la Ley. Estos últimos, conocedores y celosos defensores de la legalidad, consideran que la Ley que les ha sido transmitida tiene un valor absoluto; su fidelidad a Dios se manifiesta en el conocimiento, aplicación y cumplimiento de la Ley – general y abstracta – que dice que, en un día, sábado, no se puede curar: esto les da seguridad. Jesús, sin embargo, inaugura una nueva forma de relacionarse con la Ley: “¿Es lícito en el sabbat hacer el bien o dejar de hacerlo?” Al invitar a este hombre a venir al centro, Jesús revela a los doctores la situación periférica y de exclusión en la que el se encuentra en la comunidad. Los Doctores prefieren no prestar atención y, aun ante el sufrimiento del hombre, siguen repitiendo su Ley: “No es lícito curar en sábado”. Pero Jesús no solo lo pone en el centro, sino que renueva su esperanza curándolo y amándolo. Esto significa ser Iglesia hospital de campaña.

  • Padre Joao Manuel Da Silva, S.J. Jesuita portugués. Graduado en Derecho por la Universidad de Minho (2007) y Licenciado en Teología por Boston College, School of Theology and Ministry (2020).