Martin Lensk, S.J.*
El lema del año ignaciano nos invita a ver todas las cosas de una manera nueva, diferente. No se trata de ver otras cosas, sino de ver lo mismo de siempre, pero de una forma nueva. Quizás nos ha pasado alguna vez en la vida. De repente nos dimos cuenta de algo que siempre estaba ahí, pero nunca lo advertimos. Una amiga, que pasó por una enfermedad muy grave, y se sanó casi milagrosamente, me contó:
Cuando me desperté y vi los rostros de las personas que me rodeaban, y después la luz del día, y las flores y los árboles; cuando pude volver a oler el café y la lluvia, y palpar la mano de un amigo y sentir el calor del sol, todo me parecía nuevo. Todo me parecía un regalo. Nada era como antes.
Unas semanas más tarde me dijo con una cierta nostalgia: “¡Qué pena que uno se olvida tan rápidamente! Ya otra vez todo me parece tan normal y cotidiano”.
En el Evangelio Jesús dice a los discípulos: “Teniendo ojos no ven y teniendo oídos no oyen” (Mc 8,18). Y llegando a Betsaida sana a un ciego, que solo poco a poco aprende a ver (Mc 8,22-26). ¿Cómo habrá sido la experiencia del ciego de nacimiento? (cf. Jn 9) Nunca había visto la luz. ¿Cómo hablarle de la hermosura de un paisaje, de la belleza de la flor, del cielo estrellado o del arco iris? Lavándose los ojos en la piscina de Siloé pudo ver. Al regresar de Siloé, ¿no le habrá parecido todo nuevo? No se ve nada sin la luz; en la oscuridad, todos somos ciegos. Jesús dice: “Soy la luz del mundo” (Jn 8,12; cf. 1,4). En Él se pueden ver nuevas todas las cosas.
Para san Ignacio, la conversión también era un camino para aprender a ver. Queremos seguir en este artículo el camino de Ignacio y discurriendo sobre sus experiencias. La experiencia de Ignacio nos puede ayudar a todos a “ver nuevas todas las cosas en Cristo”.
…una vez se le abrieron un poco los ojos, y empezó a maravillarse
Estando herido en Loyola, Ignacio pasó largos meses de recuperación pensando, leyendo y, sobre todo, soñando. Tenía dos sueños. El primer sueño era narcisista: se veía como un héroe de batallas, un caballero invencible, que se destacaría tanto que hasta ganaría el amor de una dama de altísimo rango. En este sueño todo giraba alrededor de su propio honor y gloria. Poco a poco los libros de la vida de Cristo y de la vida de los santos hicieron nacer en Ignacio un segundo sueño. En este sueño Ignacio se veía como un santo, una persona desconocida y menospreciada por el mundo, que haría penitencias durísimas y entregaba todo por amor a Cristo.
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Moviéndose entre estos dos sueños, se dio cuenta de una diferencia. Cuando pensaba en ser el caballero exitoso, se sentía muy contento y feliz; pero cuando dejaba de pensar en sus grandes hazañas, se hallaba “seco y descontento”. Sin embargo, cuando pensaba en “ir a Jerusalén descalzo, y en no comer sino yerbas, y en hacer todos los demás rigores que veía haber hecho los santos; no solamente se consolaba cuando estaba en los tales pensamientos, mas aun después de dejando, quedaba contento y alegre”. Dándose cuenta de que un pensamiento le dejaba triste y el otro alegre, “se le abrieron un poco los ojos, y empezó a maravillarse desta diversidad y a hacer reflexión sobre ella” (Autobiografía 8).
¿Qué hace al ser humano feliz? ¿Cuál es el sentido de la vida? Estando en convalecencia en Loyola, Ignacio comienza a ver las cosas de una manera nueva. El narcisismo es una trampa. Mientras que solo piensa en su propia gloria, su éxito, su gozo, no puede ser realmente feliz. La realización del ser humano tiene que ver con el entregarse, el darse. Resuena la palabra de Jesús: “Hay mayor felicidad en dar que en recibir” (He 20,35);
“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” (Mc 8,36) y “Quien quiere salvar su vida, la perderá; pero quien pierde su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35).
Ignacio empieza a maravillarse. Es de sorprender que continuamente buscamos cosas que no llenan nuestras aspiraciones, que solo son como unos sucedáneos de la felicidad, que nos dejan profundamente vacíos y descontentos. La conversión es “darle la vuelta a la mirada”: ya no miro a mí mismo, sino al otro. Solo la entrega hace feliz; solo amando nos encontramos a nosotros mismos.
Algo queda evidente, Ignacio no es hombre de medias tintas; no le gusta la mediocridad. Si se decidió por el camino del seguimiento a Cristo, lo haría con toda su fuerza, su corazón y su ser.
…una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas
Viendo su vida de una manera nueva, y ya bastante recuperado de su herida, Ignacio se encamina a Monserrat. Ahí, delante de la imagen de la Virgen, entrega sus armas en una vigilia nocturna. Al otro día cambia su ropa con un mendigo y comienza la vida de pobreza, penitencia y oración que se había propuesto. Antes de ir en peregrinación a Jerusalén, se retira por casi un año a Manresa. En Manresa se dedica sobre todo a la oración y esto, los primeros meses, con una gran alegría. Pero después entra en una gran crisis. El afán de ser perfecto le lleva a un fracaso rotundo y al borde de la desesperación.
Ignacio aprende entonces que nadie se hace santo con su propio esfuerzo; lo que necesitamos todos es la gracia y la misericordia de Dios. No podemos amar, si no somos amados primero. No podemos ganar el amor de Dios; lo recibimos como un regalo, como una gracia. Y Dios le regala a Ignacio gracias abundantes. Entre estas se destaca lo que se conoce como la “Ilustración del Cardoner”. El mismo Ignacio la describe:
Una vez iba por su devoción a una iglesia, que estaba poco más de una milla de Manresa, que creo yo que se llama sant Pablo, y el camino va junto al río; y yendo así en sus devociones, se sentó un poco con la cara hacia el río, el cual iba hondo. Y estando allí sentado se le empezaron abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales, como de cosas de la fe y de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas. Y no se puede declarar los particulares que entendió entonces, aunque fueron muchos, sino que recibió una grande claridad en el entendimiento; de manera que en todo el discurso de su vida, hasta pasados sesenta y dos años, coligiendo todas cuantas ayudas haya tenido de Dios, y todas cuantas cosas ha sabido, aunque las ayunte todas en uno, no le parece haber alcanzado tanto, como de aquella vez sola. Y esto fue en tanta manera de quedar con el entendimiento ilustrado, que le parescía como si fuese otro hombre y tuviese otro intelecto, que tenía antes (Autobiografía 30).
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Otra vez Ignacio dice que “se le empezaron a abrir los ojos”, pero los “ojos del entendimiento”. Es el entendimiento que quedó “ilustrado”, de tal forma que en este momento aprendió más que en todo el resto de su vida, y “le parecía como si fuese otro hombre”. ¿Qué es esta experiencia que hace que todas las cosas parezcan nuevas? Sin duda, es una gracia que no se puede “hacer”, es un regalo especial que recibe san Ignacio y que de algún modo le va a acompañar toda la vida. Décadas después, preguntado sobre algunos puntos de las Constituciones, contestó: “…a estas cosas todas se responderá con un negocio que pasó por mí en Manresa” (del Memorial del p. Câmara n. 137 en: L. G. da Câmara, Recuerdos Ignacianos, Col. Manresa 7, Mensajero 1992, p. 117).
Por otro lado, si san Ignacio cuenta la experiencia del Cardoner, y se refería muchas veces a ella, es porque no solo tiene que ver con él, sino con todos nosotros. Ignacio no es para nada dado a contar sus experiencias místicas. En una instrucción sobre las revelaciones y gracias extraordinarias manda escribir en julio del 1549 a san Francisco de Borja lo siguiente:
Cuando tuviese revelación de estas cosas, no parece que debería publicarlas así fácilmente; que los que tienen cosas supernaturales y extraordinarias de Dios, nuestro Señor, suelen tomar para sí lo que dice Isaías: “Mi secreto para mí, mi secreto para mí” (Is 24,16), y si alguna cosa manifiestan, es con medida, cuanto por la edificación del prójimo, juzgan que Dios quiere se descubra o les es mandado (Obras de San Ignacio de Loyola, BAC 1997, 851).
Entonces, ¿qué podemos aprender de esta ilustración? ¿cómo se abre el entendimiento para ver las cosas nuevas? ¿Qué significado tiene para nuestra vida?
Diego Laínez, uno de los primeros compañeros de san Ignacio y su sucesor al frente de la Compañía de Jesús, observa en su carta sobre la vida de san Ignacio (escrita en 1547, aún en vida de san Ignacio y dirigida a J. Polanco, entonces secretario de Ignacio, unos 8 años antes de que Ignacio dictara su autobiografía a da Câmara) lo siguiente:
Cabo un agua o un río o árboles estando sentado, fue especialmente ayudado, informado y ilustrado interiormente de su divina majestad, de manera que comenzó a ver con otros ojos todas las cosas, y a discernir y probar los espíritus buenos y malos, y a gustar las cosas del Señor, y a comunicarlas al próximo en simplicidad y caridad (en la carta del 16 de junio 1547 n. 10, en: A. Alburquerque, Diego Laínez. Primer biógrafo de S. Ignacio, Col. Manresa 33, Mensajero 2005, p. 140s).
Podemos deducir de estas palabras de Laínez lo siguiente. De alguna manera la experiencia del Cardoner marcó un cambio de rumbo en la vida de san Ignacio. En un primer momento se había dedicado principalmente a su propia santificación y, para esto, en un sentido muy real había “dejado el mundo”. Tanto así que se dejó crecer el cabello y las uñas, se vistió con la ropa de un mendigo, se retiró a una cueva y muchas otras cosas. La ilustración del Cardoner expresa un giro hacia el mundo, hacia la gente y el apostolado, comunicando las cosas del Señor “al próximo en simplicidad y caridad”, como dice Laínez.
Viendo “con otros ojos todas las cosas”, Ignacio encuentra la presencia de Dios no solo en largas horas de oración y meditación, sino también en este mundo; por lo tanto, este giro hacia el mundo. Con esto se siente cada vez más llamado a un apostolado y comienza a hablar a otros sobre su comprensión del discernimiento, de la contemplación de la vida de Jesús y de hacer elecciones en la vida. En unas palabras, desde su propia experiencia Ignacio comienza ya en Manresa a predicar una primera versión de sus Ejercicios Espirituales.
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¿Cómo me ha a mí de aparecer Jesu Cristo?
El lema del año ignaciano proclama que queremos ver nuevas todas las cosas en Cristo. El camino de san Ignacio es un camino de seguimiento de Cristo y de vivir en Él. En Loyola leyó y releyó, meditó y oró, una y otra vez, el texto, las oraciones y las meditaciones de la vida de Cristo de Ludolfo de Sajonia. En su librito de los Ejercicios Espirituales, Ignacio dedica tres de las cuatro semanas a la meditación y contemplación de la vida de Jesús.
En Manresa, una “mujer espiritual” le dijo: “¡Oh! Plega a mi Señor Jesu Cristo que os quiera aparecer un día” (Autobiografía 21). Considerando su indignidad, Ignacio se espantó “tomando la cosa ansí a la grosa; ¿cómo me ha a mí de aparecer Jesu Cristo?” Más tarde afirma que aquella mujer era la única persona que encontró que “entraba más en las cosas espirituales” (Ibíd. 37). Parece que este consejo de aquella mujer, cuyo nombre hasta hoy no se ha podido investigar, le acompañó durante mucho tiempo. Ignacio no ruega al Señor tener unas apariciones sobrenaturales, pero pide y manda pedir con insistencia en sus Ejercicios que el Señor nos dé “conocimiento interno” de Él “que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga” (EE 104). La humanidad de Cristo, que cae entre las cosas visibles (cf. EE 47), es de algún modo el centro de la devoción de Ignacio. Quiere viajar para ver la tierra donde Cristo nació, vivió, predicó y murió. Al llegar a Jerusalén le llena una alegría “más que natural” y quiere quedarse para siempre ahí, teniendo ya el plan secreto “de ayudar a las ánimas” (Autobiografía 45), algo que tiene su raíz ya en Manresa. Es al Dios hecho hombre, a quien quiere seguir e imitar, tanto así que hace lo imposible para ver otra vez, antes de regresar de Tierra Santa, las huellas de Cristo que se enseñan en el monte de los Olivos, donde Cristo subió al cielo (Ibíd. 47).
Cristo en su humanidad es el fundamento teológico del giro apostólico hacia el mundo de Ignacio. En sus Ejercicios, Ignacio escribe:
r en la gloria de mi Padre; por tanto, quien quisiere venir comigo, ha de trabajar …ver a Christo nuestro Señor, rey eterno, y delante dél todo el universo mundo, al qual y a cada uno en particular llama y dice: Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entra comigo, porque siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria (EE 95).
De forma parecida dice en la meditación de las dos banderas: “…considerar cómo el Señor de todo el mundo escoge tantas personas, apóstoles, discípulos, etc., y los envía por todo el mundo, esparciendo su sagrada doctrina por todos estados y condiciones de personas” (EE 145). Seguir e imitar a Cristo significa anunciar la buena nueva con Él y como Él. La humanidad de Cristo, fruto del misterio de la encarnación, y su presencia en la Eucaristía son dos signos poderosos de la bondad de la creación y de su presencia en el mundo. Así, la conversión de Ignacio cada vez más se concreta en una mirada al mundo, que contempla todas las cosas de manera nueva en Cristo.
… mirar cómo Dios habita en las criaturas
Los Ejercicios Espirituales de san Ignacio culminan con la Contemplación para alcanzar amor (EE 230-237). Al inicio de los Ejercicios, en el Principio y Fundamento, Ignacio invita a hacerse “indiferente a todas las cosas criadas” (EE 23) para poder dirigir todo hacia el fin, hacia Dios; un principio fundamental del discernimiento. Después de recorrer el camino de los Ejercicios, se puede mirar la creación con ojos nuevos.
Al principio se veía la creación como un medio, que se utiliza “tanto cuanto” ayuda para el fin que es Dios. Luego se descubre la presencia de Dios en todas las cosas, ya que Dios “habita en las criaturas, en los elementos dando ser, en las plantas vejetando, en los animales sensando, en los hombres dando entender” (EE 235). Es consolación espiritual, cuando “ninguna cosa criada sobre la haz de la tierra puede amar en sí, sino en el Criador de todas ellas” (EE 316).
Ver nuevas todas las cosas en Cristo es, entonces, amarlas, descubriendo en ellas la presencia de Cristo “por quien todo fue hecho” y “sin el cual nada existe de lo que existe” (cf. Jn 1,3). Y esta presencia de Dios en todas las cosas, no es solo una presencia que da la existencia, sino es una presencia que “trabaja y labora por mí en todas las cosas criadas” (EE 236). Dios continuamente está trabajando en todas las cosas por amor. Por eso, podemos buscar y hallar a Dios en todas las cosas. Y, finalmente, nos damos cuenta de que no solo actúa en todas las cosas, sino que se da Él mismo: “y consequenter el mismo Señor desea dárseme en quanto puede según su ordenación divina” (EE 234). Volvemos otra vez al misterio de la encarnación. En la humanidad de Cristo, Dios mismo se ha hecho parte de la creación, y se da por la vida del mundo; en la Eucaristía se prolonga este misterio por todos los tiempos.
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…mirar como Cristo miraba
En sus Ejercicios Espirituales, Ignacio propone varios modos de orar. El primer modo de orar es algo parecido a un examen de conciencia y entre otras modalidades Ignacio propone orar sobre los cinco sentidos corporales. El objetivo es “imitar en el uso de los sentidos a Cristo nuestro Señor” (EE 248). Para los ojos significa esto “mirar como Cristo miraba” o, dicho con otras palabras, “ver todas las cosas en Cristo”. Pedro Arrupe escribe en una oración a Jesucristo:
“Enséñame tu modo de mirar, como miraste a Pedro para llamarle o para levantarle; o como miraste al joven rico que no se decidió a seguirte; o como miraste bondadoso a las multitudes agolpadas en torno a ti; o con ira cuando tus ojos se fijaban en los insinceros. (P. Arrupe, “Nuestro modo de proceder”, n. 56; en: Id., La identidad del jesuita en nuestros tiempos, Sal Terrae 1981, p. 81s).
Ver las cosas como Cristo y en Cristo significa verlas con amor. Todo cambia cuando aprendemos a ver con esta mirada nueva de amor. Cambia nuestra relación con la creación, nuestra casa común, y, por igual, cambia nuestra relación con los demás. Descubrimos en el otro su valor y deseamos apasionadamente que se realice el bien que hay en él. La mirada de amor siempre será una mirada de compasión y de exigencia a la vez, pero sobre todo será la mirada que descubre el bien y la presencia de Dios en todas las cosas.
*Martin Lensk, S.J. es Superior Provincial de la Provincia de Las Antillas de la Compañía de Jesús. Escribió este artículo para El Ignaciano.