Una Espiritualidad para el Siglo XXI

Por José Antonio Solís-Silva.*

Dios tiene un plan para ti. Lo importante es descubrirlo y seguirlo fielmente” Unas frases como estas, o parecidas, las oí muchas veces en sermones, charlas y conversaciones en dirección espiritual cuando cursaba el bachillerato.  Eran dichas, obviamente, con la intención de ayudar a los jóvenes a encontrar sentido y camino para su vida. Sin embargo, en mi caso, los resultados fueron ambiguos. Me dejaban con una cierta ansiedad o preocupación acerca de mi responsabilidad en descubrir el supuesto “plan de Dios” y, arriba de eso, creaban una cierta distancia entre aquel Dios que tenía planes para todos y cada uno de aquellos jóvenes y para mi, con mis dificultades e inseguridades propias de la edad. Resultaba un Dios un poco distante, casi como el líder de una causa.

Siendo ya universitario, tomando cursos de filosofía y de humanidades, la providencia me trajo la resolución a mis ambigüedades.  “Dios no tiene un plan para ti. Dios no es una agencia de empleo ni un consejero vocacional. Dios es un padre amoroso que lo que desea es invitarte a una relación de intimidad, la intimidad de un padre con su hijo. Dios no te ama porque tu seas bueno, o porque tengas mucho talento. Dios te ama porque tu eres su hijo concebido en el profundo misterio de su amor.” Esas palabras, pronunciadas por un joven sacerdote jesuita en una charla a universitarios, y los Ejercicios Espirituales que las siguieron, cambiaron mi vida. 

La espiritualidad de San Ignacio desplegada de manera especial en su Autobiografía y en los Ejercicios Espirituales es una espiritualidad basada y encaminada a develar el profundo significado, sentido, de cada vida humana. Un sentido o significado entendido y expresado no como un mero contenido conceptual, sino como una experiencia personal, una realidad existencial centrada en el Amor. Desde el “Principio y fundamento” hasta el “Toma Señor y recibe” lo que está en juego es la dinámica del Amor de Dios, recibido, reciprocado y expresado en entrega y servicio. El regalo del amor de Dios es el regalo de si mismo, su kenosis. El despliegue de la cual comienza con la creación y se continua en la historia de salvación que llega a su plena realización en la encarnación, crucifixión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo en quién todo está recogido y en quién se completa la dinámica del amor de Dios dado y reciprocado. Es en esta dinámica del amor de Dios en la que el hombre está invitado a participar a través de la mediación de Jesucristo, Dios y hombre. Y, es esta invitación la que se hace experiencia personal profunda para el ejercitante en el devenir de las cuatro semanas de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola. Se presenta claramente la opción, aceptar la invitación y dejándose amar por Dios entregarse plenamente a él en servicio incondicional. 

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“Toma Señor y recibe”. El tercer grado de humildad le da su carácter de relación personal e intima. Esta es la opción que se le presenta a la libertad del ejercitante.

La creación, la naturaleza da gloria a Dios, pero no lo ama porque no puede amarlo. El amor es un ejercicio, una expresión de la libertad, de la voluntad libre que solamente se da en la creación en aquella criatura creada a imagen y semejanza de Dios, es decir, en el hombre, en el ser humano. Es ese regalo de la libertad, con el que el hombre se encuentra paulatina y existencialmente, lo que está expresado en su profunda y angustiosamente sentida pregunta, “Quién soy, de donde vengo y adonde voy”. Este es el reclamo, el desafío que caracteriza la vida humana. La ausencia de respuesta lleva al vacío, a la experiencia de “la intolerable liviandad del ser”, en expresión de Milan Kundera, a la que la sociedad creada por la Modernidad tiende a condenar a los seres humanos. La espiritualidad de los Ejercicios de San Ignacio le ofrece al ser humano una opción fundamental que responde clara y profundamente a su reclamo existencial. 

La Modernidad, esa maravillosa expresión de la creatividad humana, nos ha procurado muchos bienes; unas ciencias naturales capaces de predecir y controlar los fenómenos naturales permitiendo avances en la medicina, y en las comunicaciones; unas ciencias sociales que nos ayudan a entender mejor las estructuras y las dinámicas sociales, y nos permiten así aspirar a la democracia como un instrumento encaminado al bien común. Sin embargo, sufre aberraciones como el capitalismo inmoderado y el consumerismo que llevan a desigualdades intolerables, a la destrucción del medio ambiente, la explotación de “la casa común” y amenazan con destruir el planeta que cohabitamos, que nos sustenta a todos y que es regalo de Dios para todos por igual. De todas sus aberraciones, la peor es la transformación del ser humano de persona libre en plenitud de su dignidad en consumidor apresado en la maquinaria del consumo, la deuda y el trabajo. Una vida  donde todos los valores son subsumidos y absorbidos por el valor del dinero y la supremacía de la demanda por su adquisición y acumulación. Todas las decisiones políticas se convierten en decisiones económicas y todas las decisiones personales están gobernadas por la ley de la conveniencia económica. Desde las decisiones vocacionales hasta las decisiones acerca del orden familiar están regidas por la ley económica. El lucro lo justifica todo.

Una consecuencia terrible de esta aberración de la modernidad es el vacío existencial, la carencia de significado vital, de sentido para esa inquietud que experimenta el ser humano en lo profundo de su ser precisamente por ser libre. La ausencia de respuesta a su pregunta existencial, ¿quién soy, de donde vengo, a donde voy, para que existo? conduce a la ansiedad, al hastío vital, a la depresión y en los peores casos al suicidio. Es un secreto bien guardado que una de las mayores incidencias de suicidio ocurre entre los jóvenes cursando el “sophomore year’ en universidades norteamericanas. Todo el dinero del mundo, todo el lujo, todo el poder es incapaz de satisfacer el hambre de significado que experimenta el hombre contemporáneo. Aquellos de nosotros que trabajamos con los jóvenes, bien como profesores universitarios, como consejeros, o en cualquier otra capacidad  hemos visto de cerca esta realidad.

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Nada satisface al ser humano excepto la experiencia del amor. Esa es la oferta de la espiritualidad ignaciana, la profunda experiencia del amor de Dios que invita a nuestra libertad a reciprocarlo en servicio a él y al prójimo.No el mucho saber harta y satisface el ánima mas el sentir y gustar de las cosas internamente”, nos dice Ignacio. Sentir y gustar internamente el amor de dios es el meollo de los ejercicios. Ese sentir y gustar del amor de Dios que nos lleva a entender existencialmente el sentido de nuestras vidas y ponerla al servicio de “su divina majestad”, que es, irremisiblemente ponerla al servicio del prójimo, ser hombres y mujeres para los demás.

Ese modelo de espiritualidad ignaciana que es el Papa Francisco, nos invita a una “revolución de ternura”, a esa ternura del amor que acompaña siempre la alegría del evangelio. 

Esta es una espiritualidad para el siglo XXI, este siglo sediento de significado, sediento de sentido, sediento del amor de dios.

*José Antonio Solís-Silva--- Ph.D. Philosophy. Duquesne University. Chairperson Philosophy Department St. John Vianney College Seminary 1981-2017. Adjunct Professor Philosophy Department University of Miami 1986-2014. Editor Post Modern Notes 1992-2003. Director/Editor El Ignaciano 2017-2021.