“Excitar el corazón inquieto”: La encarnación del hijo de Dios en la cristología mística de Ignacio Loyola

Por Sixto J. García.*

“Tú mismo le excitas a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” – San Agustín, “Confesiones”, I, 1, 1

Introducción
San Ignacio de Loyola: ¿Asceta, antiguo soldado atareado en planear la estrategia para la guerra contra las fuerzas del mal, o un místico bañado en gracia, apasionadamente comprometido con el corazón del Dios Trinitario, revelado en Jesucristo?

Harvey Egan, S.J. (“Soundings in the Christian Mystical /Tradition”) narra la siguiente anécdota: Una tarde, paseando con un compañero jesuita, Egan argumentaba que Ignacio fue, en verdad, mucho más que un soldado salpicado con el agua bendita de la conversión, pero todavía definiendo su espiritualidad según los residuos de sus instintos militares. Ignacio, sostenía Egan, fue un místico, en el mejor y más profundo sentido de la palabra.

Su amigo reculó ante tal idea. ¿San Ignacio, místico? ¡Imposible! El soldado herido en Pamplona, dijo, nunca exhibió los rasgos propios de un místico, ni tampoco experimentó los peculiares fenómenos que, según sus criterios, eran parte integral de la experiencia mística.

Egan relata cómo este diálogo lo movió a indagar más profundamente en los textos de los Ejercicios Espirituales de Ignacio, así como el fragmento sobreviviente de su Diario Espiritual y su Autobiografía. Los rasgos ignacianos que comenzaron a perfilarse en esta pesquisa persuadieron a Egan que, en verdad, Ignacio ocupaba su legítimo puesto en la compañía de esas mujeres y hombres que, de alguna forma, han suscitado hacia ellos la rúbrica de “místicos.”

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Más aún, Harvey Egan, siguiendo la teología, el espíritu y el análisis de Hugo Rahner, S.J. (hermano mayor de Karl Rahner, S.J., el eminente teólogo conciliar) y otros teólogos ignacianos, adquirió la convicción de que la mística de Ignacio estaba configurada por los contornos de una muy substancial y trinitaria Cristología.

  El propósito de este ensayo es explorar, analizar, reflexionar y eventualmente demostrar, siguiendo a Egan, H. Rahmer, K. Rahner y otros, que  Ignacio fue, con todo rigor, un genuino místico, emitiendo el fulgor del Misterio Pascual de Jesucristo profundamente sellado en su corazón.

Nota: Un consenso de eruditos y comentaristas ignacianos concurren que, cuando Ignacio usa las palabras “Señor”, o, en ocasiones, “Creador”, hace referencia a Jesucristo. Observo la ortografía original de los textos en las citas directas.

La Cristología Mística de los Ejercicios Espirituales.

Preámbulo: San Ignacio comienza los Ejercicios afirmando que:

“La primera anotación es que, por este nombre, exercicios espirituales, se entiende todo modo de examinar la conciencia, de meditar, de contemplar, de orar vocal y mental, y de otras espirituales operaciones, según que adelante se dirá. Porque así como el pasear, caminar y correr son excercicios corporales, por la misma manera todo modo de preparar y disponer el ánima, para quitar de sí todas las afecciones desordenadas, y después de quitadas para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición  de su vida para la salud del ánima, se llaman excercicios espirituales” (EE 1)

Egan, H. Rahner, Cándido Dalmases y otros sostienen que, aunque Jesucristo no es mencionado explícitamente en este texto, Ignacio conducirá al ejercitante a lo largo de las Cuatro Semanas a meditar en los misterios de la vida del Señor. Hugo Rahner, en particular, plantea que, en verdad, la vida de Cristo, tal y como la testimonian los evangelios, definen el corazón de la dinámica ignaciana de los Ejercicios.

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El Corazón del Reto Cristológico: El Principio y Fundamento. (EE 23)

El “Principio y Fundamento”, para todo aquel que intente demostrar el núcleo cristocéntrico de la espiritualidad ignaciana, constituye un desafío de primer orden. ¿Cómo se puede hablar de una cristología en un texto en el cual (como arriba, en la Anotación 1) Jesucristo no aparece explícitamente por ninguna parte? Pero es precisamente debido a esto que Gerard McCool, SJ., y otros, que la “cristología escondida” del “Principio y Fundamento” resplandece con mayor fulgor. El texto reza así:

“El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar dellas, quanto le ayuden para su fin, y tanto debe quitarse dellas, quanto para ello le impiden. Por lo qual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que está concedido a la libertad de nuestro libre albedrio y no le sea prohibido; en tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados” (EE 23).

Un elemento pocas veces mencionado del “Principio y Fundamento” es su núcleo escatológico: “el fin que somos creados.” La escatología presupone la cristología y la sotereología. Karl Rahner argumenta que aquí, el “Principio y Fundamento” despliega su simetría tanto con el Tercer Grado (o: Vía) de Humildad (EE 167), como con la “Contemplación para alcanzar el amor de Dios” (EE 230-237), y dentro de ésta, la oración “Suscipe”: 

“Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo distes, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed de mí a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta” (EE 234)

El “magis” de Ignacio, sugiere H. Rahner, comienza a alborear aquí “deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados.” El “más” tiene ecos en otros textos: así, en “El llamamiento del Rey Temporal”: “los que más se querrán afectar y señalar en todo servicio de su rey eterno y señor universal . . .” (EE 97)

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¿Son estos textos evidencia suficiente para sustentar una cristología en el “Principio y Fundamento?” Egan señala que Ignacio “entendió místicamente” que todas las cosas sobre la haz de la tierra se sostienen juntas en Cristo porque él, Ignacio, había experimentado a Cristo místicamente como su “Creador y Señor” y como el “Señor Eterno de todas las cosas.” La evidencia textual en los Ejercicios es amplia: EE 23, 50-54, 60, 71, 93, 95, 102, 103, 106-108, 235-237). Más aún, Egan señala un texto clave del “Catecismo” de San Ignacio:

“Después que Dios, Nuestro Señor, creó el cielo, la tierra, y todas cosas, y después que el  primer hombre apareció en el Paraíso, le fue revelado (al primer hombre) que el Hijo de Dios había decidido hacerse hombre. Y después que Adán y Eva pecaron, reconocieron que Dios había resuelto hacerse hombre para redimir sus pecados.”

Harvey Egan sostiene que Ignacio asumió implícitamente (no al nivel de argumentación teológica) la posición de John Duns Escoto, el “Doctor Sutil” de los franciscanos (1266/7-1308).

Escoto planteó (“Ordinatio III, dist. 19) la tesis de la “predestinación de Cristo.” En breves palabras, Creación y Encarnación son dos momentos integrales del plan de Dios: Dios crea en, por medio de, y para Cristo (cf. Juan 1: 3; Colosenses 1: 15-20). La Creación y la Encarnación constituyen dos aspectos (momentos) de la auto-comunicación de Dios. La consecuencia de todo esto, para Escoto, es que aún si no hubiera ocurrido el pecado, hubiera ocurrido la Encarnación. 

Los franciscanos, hasta el día de hoy, proclaman, con cierto regocijo teológico, en la cara de los discípulos de Tomás de Aquino (1224/5-1274) el hecho de que, a diferencia de su maestro franciscano, el Doctor Angélico aparentemente reducía la Encarnación a un “Plan B” en la Historia de la Salvación. Presuntamente, según la escuela escotista, Tomás sostenía que, de no haber ocurrido el pecado, la Encarnación no hubiera tenido lugar. Los escotistas acusan a los tomistas de degradar la gloria de la Encarnación de la Palabra de Dios, transformándola en un predicado del pecado humano.

Hugo Rahner sigue la línea de pensamiento de Egan (aunque quizás  con más cautela), concurriendo en que la cristología mística de Ignacio es de fibra escotista. Pero aquí ofrezco mi respetuosa disensión – o, si “disensión” es una palabra demasiado fuerte, llamémosle un “respetuoso matiz” de sentido, con el análisis de H. Rahner y el de Harvey Egan. Tengo la impresión de que Egan, H. Rahner y otros, son víctimas de una interpretación demasiado simplista de las respectivas posiciones de Escoto y Tomás – Ambos intentan responder a la pregunta ya formulada por San Anselmo de Canterbury (1033-1108) en su obra del mismo título: “Cur Deus Homo?” -- ¿Por qué Dios se hizo hombre?”

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La Raíz de la Cuestión
Propiamente hablando, el tema se centra en la cuestión: “De no haber ocurrido el pecado, ¿hubiera ocurrido la Encarnación?” Repasemos los parámetros claves de esta cuestión:

La narrativa común dice que, para Escoto, la respuesta es decididamente afirmativa (cf. el esquema anterior). Escoto rehúsa predicar el acto infinito de amor que define la Encarnación en la tragedia del pecado – Por lo tanto, como he afirmado arriba, para el “Doctor Sutil” aún si no hubiera acaecido el pecado, hubiera tenido lugar la Encarnación – En cierto sentido, Cristo fue “predestinado.”

Muchos escotistas hacen gran ostentación de la sublimidad de doctrina y teología de Escoto. La Encarnación, según el sistema del Doctor franciscano, es símbolo y consecuencia del amor infinito de Dios, no – como sostienen contra la escuela tomista – una patética impertinencia curativa para el pecado – un antiguo profesor de mi programa doctoral lo resumió con rasgos más pintorescos: “Para los escotistas, la teoría tomista reduce la Encarnación a un Pepto-Bismol para la indigestión del pecado.”

Pero, cabe preguntarse si los discípulos de Escoto no le hacen una injusticia al gran Doctor dominico ¿Es correcto decir, como argumentan los escotistas, que para Tomàs de Aquino la Encarnación es una simple lavada de la mancha del pecado, un momento secundario de intervención divina, que Dios podía muy bien haber evitado, si nuestros primeros antepasados hubieran sido más fieles? – En otras palabras, ¿es correcto decir que la escuela tomista criticada por los escotistas plantea la Encarnación solamente como un “Plan B” en la mente trinitaria, al cual recurre solamente como remedio curativo inevitable?

Leamos las palabras mismas de Tomás de Aquino. Primero, el texto de la Summa Theologiae, III, q. 1 a. 1 (“Utrum, si homo non pecasset, nihilominus Deus incarnatus fuisset?”): a primera vista, las palabras de Tomás parecen dar la razón a la crítica escotista. Sin embargo, el lenguaje del Doctor Común no es tan simple o directo: Tomás comienza usando una expresión nunca usada en la ST – o, en lo que he podido comprobar, en su corpus total: Tomás dice que “hay diferentes opiniones sobre esta cuestión” (“aliquid circa hoc diversimodo opinantur”)

Tomás procede a decirle al lector que “ya que en todas partes de la Sagrada Escritura se dice que el pecado del primer hombre es la razón de la Encarnación, es más acorde con esto decir que la Encarnación fue ordenada por Dios como un remedio para el pecado (“in remedium peccati”); de manera que, si el pecado no hubiera existido, la Encarnación no hubiera ocurrido” – y aquí brota la sorpresa de su lenguaje inusitado, no usado en ninguna otra parte de sus escritos: “Y sin embargo, el poder de Dios no se limita a esto; aún si el pecado no hubiera ocurrido, Dios podría haberse encarnado” (“Quamvis potentia Dei add hoc non limitetur; potuisse enim, etiam peccato non existente, Deus incarnari”)

Un número de autores (Gerald McCool, Karl Rahner, Thomas O´Meara y otros) han planteado que la forma en la cual Tomás articula su opinión, indica que el Doctor Común desea proceder con cautela, y concurrir con la opinión más aparentemente aceptada – sin embargo, en lo más recóndito de su corazón místico – teológico, Tomás opta por creer que, aún sin el evento del pecado humano, la Encarnación, como el acto y símbolo incomparable del amor de Dios, hubiera ocurrido – en dos palabras, Tomás de Aquino rehúsa predicar la Encarnación al evento del pecado.

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 Tomás mismo, años antes de consignar por escrito el texto arriba discutido, ya nos había dado su teología más profunda sobre la Encarnación del Hijo de Dios, su auténtica respuesta al “Cur Deus Homo?”  Unos 5-7 años antes completar la “Summa Theologiae”, en su “otra Summa – “Contra Gentiles” – Tomás aborda la misma cuestión: “Veamos si fue conveniente que Dios se encarnara” (“Quod convenienter fuit Deum incarnari”) – “Summa contra Gentiles”, IV, 54

Su principal y más decisivo argumento es: “Nada nos mueves tanto al amor de una cosa como la experiencia de su recíproco amor. Mas el amor de Dios a los hombres de ningún modo pudo demostrarse más eficazmente que por el hecho de haber querido Él unirse al hombre en persona, pues propio del amor unir al amante con el amado en cuanto es posible. Luego fue necesario para el hombre que tiende a la bienaventuranza perfecta que Dios se hiciera hombre” (“Necessarium igitur fuit homini, ad beatitudinem perfectam tendenti, quod Deus fierti homo.”

Aquí, Tomás plantea, en lenguaje a-típico, que la Encaranción fue “necesaria” para mover a la humanidad a la “perfecta beatitud” - ¡No menciona para nada el pecado!

¿Cómo nos permite toda esta discusión atisbar la teología ignaciana de la Encarnación?

Después de su tercer encuentro con tribunales inquisitoriales, esta vez en Salamanca, en 1527, se le prohibió a Ignacio predicar hasta que adquiriera una formación teológica adecuada. Después de frustrantes intentos de entrar en la Universidad de Alcalá (“muy viejo” – Ignacio tenía 35 años), por fin llega, en febrero 2, 1528, a la Universidad de París, el mismo semestre en el cual el futuro Reformador, Juan Calvino, se licenciaba.

Ignacio comienza su programa teológico en una época en la que el escotismo y su hija predilecta, el nominalismo, que habían prevalecido en las aulas parisinas desde temprano el siglo XIV, estaban en declive. Después que el profesor flamenco, Peter Crockaert (Pedro de Bruselas), un convencido nominalista / escotista, entra la orden de Santo Domingo (1503?) y se convierte al sistema teológico del Doctor Común, las “Summae” de Tomás de Aquino, bajo sospecha durante mucho tiempo, comienzan a fascinar y atraer la atención de los estudiantes y maestros de París. Durante sus años de estudiante en la universidad (1528-1535) Ignacio indudablemente conoció ambas escuelas, escotistas y tomistas.

Hugo Rahner sostiene que la cristología de San Ignacio asume, en feliz integración, ambas posiciones – Escoto y Tomás. Esta opinión parece tener fundamento en el hecho de que, consideradas en toda su amplitud, las opiniones tomistas y escotistas convergen en el mismo punto: la Encarnación NO es un “plan alterno” en la Historia de la Salvación. La teología encarnacional de Ignacio supera las polarizaciones de ambas escuelas. Es Jesucristo, la Palabra Encarnada, el Redentor del pecado, el centro de la historia humana, el que realmente le concierne. 

Veamos por qué el – para algunos – aparentemente irrelevante debate arriba estudiado es crucial para nuestra comprensión de la teología mística de la Encarnación en San Ignacio. Con este objetivo en mente, estudiemos la Contemplación de la Encarnación, al comienzo de la Segunda Semana de los Ejercicios (EE 101-109). San Ignacio nos invita a reflexionar:

“El primer preámbulo es traer la historia de la cosa que tengo de contemplar,
Que es aquí cómo las tres personas divinas miraban toda la planicie o
redondez de todo el mundo llena de hombres, y cómo, viendo que todos

descendían al infierno, se determina en la su eternidad que la segunda 
persona se haga hombre para salvar el género humano, y así venida la 
plenitud de los tiempos embiando (sic) al ángel San Gabriel a Nuestra Señora.”


Aquí es posible ver cómo Ignacio integra a Escoto con Tomás de Aquino: la Encarnación, como dice en su “Catecismo”, es pre-ordenada para la Creación y la plenitud de la existencia humana, pero, como de suyo el pecado ocurrió, esta plenitud de auto-comunicación en el amor es también redentora. 

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La Encarnación: Teología Fundamental.

Karl Rahner, en su obra ·”Meditaciones sobre los Ejercicios de San Ignacio”, sostiene que, como la Encarnación debe ser considerada en su integridad total, y como es todo se halla inequívocamente definido por la cristología trinitaria de San Ignacio, podemos legítimamente deducir la teología implícita de la Encarnación en el texto arriba citado (EE 102) y en las subsecuentes contemplaciones sobre los misterios de la vida de Cristo que nos ofrece S. Ignacio – y dicha contemplación, afirma Hugo Rahner, es la substancia de los Ejercicios.

Karl Rahner, tomando como punto de partida la experiencia personal que S. Ignacio tiene de la humanidad del Logos, pondera los elementos de la afirmación clásica: “Y la Palabra (Logos) se hizo “carne” (“humanidad mortal”, el sentido del “sarx” en Juan 1: 14).

Primero: La Palabra se hizo “Hombre” (“Humana”)

El ser humano es, en su esencia, “misterio” – No porque sea la plenitud infinita e inagotable del misterio real, sino más bien, su peculiar esencia, su naturaleza, su “ser-referido a, pobre y que llega a sí mismo a su plenitud.” La esencia del “Misterio”, señala Rahner, no es lo todavía no-desvelado que se sitúa junto a la realidad comprendida y penetrada. Más bien, “misterio” está dado como “horizonte dominador de toda comprensión que hace comprender la otra callándose, estando-ahí él mismo en tanto incomprensible.”

La “naturaleza humana”, cuyo límite es precisamente el ilimitado “estar-referido” al misterio infinito, al ser asumida por Dios, alcanza el punto hacia el cual, en virtud de su propia esencia, se ha estado moviendo siempre. Ser un “ser humano” es estar radicalmente desposeído de sí mismo hacia el ser íntimo de Dios. Dios proyecta a la creatura como la “gramática” de un posible “hablar de sí mismo”.

En última instancia, cuando Dios se quiso hacer “no-Dios”, surge el ser humano. Rahner prosigue: “Si Dios mismo es hombre y sigue siéndolo eternamente, y por tanta toda teología es, eternamente, antropología; si al hombre le está vedado rebajarse cuando se piensa a sí mismo, ya que entonces, rebajaría a Dios; si este Dios sigue siendo el misterio insuprimible, el hombre es eternamente misterio de Dios expresado en el “afuera de Dios” – de su auto-alienación en lo que Él mismo no es.

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Segundo: La Palabra Se Hizo hombre (“humana”)

Aquí, nos dice K. Rahner, la teología y la filosofía tradicionales “tartamudean - ¿Puede Dios, definido en los catecismos como inmutable, eterno, que no puede ser movido ni manipulado por ninguna fuerza en la Creación, realmente “hacerse” algo? La palabra clave aquí es “alienación”, o más específicamente, “auto-alienación.”

Dios se auto-aliena en lo que Dios no es – es su propia auto-alienación que le permite a Él, el “inmutable”, según la teología de las escuelas, “hacerse” algo otro de sí mismo – ¡y hacer ese “otro de sí mismo” una definición de su propio ser por toda la eternidad! En este sentido Escoto y Tomás de Aquino, desde puntos diferentes de partida, concurren: en la mente eterna del Padre, el Hijo ha sido Siempre el Hijo encarnado, crucificado y resucitado. El Hijo, consustancial con  el Padre, ha sido siempre el Hijo consustancial con nosotros (Calcedonia)

Tercero: La Palabra se hizo hombre (humana)

Desde el tiempo de San Agustín (por lo menos, en la tradición latina occidental) ha existido la teoría, a-críticamente asumida (nunca parte del magisterio oficial de la Iglesia) que “cualquiera de las tres personas de la Trinidad podía haberse encarnado.” Pero los Padres griegos, y, en cierto sentido, Escoto y Tomás de Aquino, han sostenido que es la Palabra, el Logos, la que constituye la auto-comunicación del Dios Trinitario a nosotros – por ende, solamente la Palabra pudo haber sido sujeto de la Encarnación. Esto es crucial para la cristología de S. Ignacio: siempre desea que “lo pongan” con el Hijo, solamente con el Hijo, en el cual se revela siempre el Padre.

El Tercer Grado (Vía) de Humildad.

Si permaneciera alguna duda acerca de cómo el análisis precedente, fundamentado en la reflexión de Karl Rahner sobre la cristología de los Ejercicios Espirituales, se hace relevante a nuestro tema, el reto teológico de la Tercera Mamera (Grado) de Humildad nos permite esbozar los perfiles de una respuesta. 

La Primera Manera (Grado) (EE 165) nos invita a evitar toda ruptura con Cristo, dando un “No” existencialmente letal a su voluntad (pecado mortal); la Segunda Manera (“más perfecta humildad” – EE166) parece ser un eco de la “indiferencia” del “Principio y Fundamento:” “Si yo me hallo en tal puncto que no quiero ni me afecto más a tener riqueza que pobreza, a querer honor que deshonor, a desear vida larga que corta . . . ” – S. Ignacio está consciente de que cualquier vaivén de la voluntad hacia el lado equivocado resulta en pecado venial.

La Tercera Manera  (Grado) dice:

“La 3ª es humildad perfectísima, es a saber, quando incluyendo la primera y la segunda, siendo igual alabanza y gloria de la divina majestad, por imitar y parescer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios con Cristo lleno dellos que honores, y desear más de ser estimado por vano y loco por Cristo, que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo.”

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H. Rahner, Harvey Egan y otros autores han señalado dos rasgos claves de este texto que lo sitúan en un esquema simétrico con el “Principio y Fundamento”, por un lado, y con la oración “Suscipe”, por el otro. 

Primero, el deseo de “imitar y parescer más actualmente a Cristo nuestro Señor” destierra rápidamente cualquier equívoco respecto a la noción ignaciana de “imitar a Cristo” – no es simple mimesis o imitación superficial, sino más bien, añadiendo el “más actualmente”, Ignacio nos dice que imitar a Cristo implica una comunión, una “koinonia” (cf. 1 Corintios 10: 16), una interpenetración con la persona y la vida de Cristo del más alto orden existencial.

Segundo, la Tercera Manera, como apunta Karl Rahner, supera cualquier noción pasiva de la “indiferencia” del “Principio y Fundamento”: aquí, Ignacio dice: “elijo y escojo·” – He aquí la plenitud de la libertad humana, creada no con una capacidad humana neutral, sino más bien como una dinámica hacia el amor trinitario. La oración “Suscipe” dice:

“Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo distes, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta.”

Cuando leemos “escojo y elijo” en el horizonte de “tomad toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad”, podemos discernir cómo la auténtica “kenosis”, intrínsica, por su misma definición, en la Encarnación brilla con el resplandor luminoso de la cristología mística de S. Ignacio. Aquí resuenan las palabras de Wolfhart Pannenberg: “Quién y qué cosa es Dios solamente puede ser revelado en el Misterio Pascual de Jesucristo”; es decir, la Encarnación del Hijo de Dios, desde las entrañas de la mística ignaciana, halla su más profundo y único sentido en la cruz de Cristo.

Conclusión
El Resplandor Luminoso del Amor Encarnacional: Pedro Arrupe. S.J., La Storta y La Espiritualidad del Sagrado Corazón de Jesús.

La espiritualidad del Sagrado Corazón de Jesús ha sido un rasgo definitorio de la misión de la Compañía de Jesús. Muy probablemente se remonta a Pedro Canisio (1521-1597), el teólogo jesuita, Doctor de la Iglesia, catequista, fundador y renovador de facultades teológicas (e.g., Ingolstadt), compañero de Diego Laínez y otros teólogos conciliares en Trento, quien a su vez la recibió del cartujo Johann Justus Lanspergius (1489-1539).

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En 1872, el entonces General de la Compañía de Jesús, Peter Beckx (General de 1853-1884) consagró la Compañía al Sagrado Corazón de Jesús en la Iglesia del Gesú. En junio 9, 1972, 100 años después, en la misma iglesia, Pedro Arrupe (1907-1991; General de la Compañía, 1965-1983), renovó la consagración de la Compañía al Corazón de Jesús.

En su homilía en la Misa celebrada en aquella ocasión, Arrupe evocó a su compañero en religión, el genial teólogo conciliar del Concilio Vaticano II, Karl Rahner. Entre otros nombres y títulos, Rahner ha sido llamado “el teólogo del Sagrado Corazón” por sus múltiples escritos sobre el tema. En sus ·”Schriften zur Theologie” (“Estudios de Teologìa”), Rahner recoge el consenso de la investigación bíblica sobre la palabra “corazón” en las Sagradas Escrituras (el vocablo hebreo “leb” o “leb-eb”, usado 858 veces en al AT; el griego “kardia”, 157 veces en el NT)

“Corazón” es una palabra cuyo sentido bíblico connota la totalidad de la persona, y/o la sede de la dimensión más vibrante de la ser humano: la voluntad y su capacidad de hacer opciones. Arrupe señala que, en la antropología teológica de Rahner, “corazón” es una “palabra primaria.” Sencillamente definida, una “palabra primaria” es una palabra que no requiere otras palabras para definirla. Evoca y comunica todo un universo semántico auto-evidente – ejemplo de la misma podría ser la palabra “madre”

Arrupe evocó la visión de San Ignacio en La Storta. Ignacio narra el evento en su Autografía, expresado en su típico lenguaje, austero y escaso (Ignacio escribe en tercera persona, refiriéndose a sí mismo como “`peregrino”)

“Se dirigieron a Roma, divididos en tres o cuatro grupos, y el peregrino
Con Fabro y Laínez; y en este viaje fue muy especialmente visitado del
Señor. Había determinado, después que fuese sacerdote, estar un año sin decir misa, preparándose y rogando a la Virgen que le quisiese poner con su hijo, y estando un día, algunas millas antes de llegar a Roma, en una iglesia, y haciendo oración, sintió tal mutación en su alma y vio tan claramente que Dios Padre lo ponía con Cristo, su Hijo, que no tendría ánimo para dudar de esto, sino que Dios Padre le ponía con su hijo” (Autobiografía, 96)

Ignacio relata, con gran economía de palabras, un evento que Arrupe considera aún más decisivo que la “Eximia Ilustración” junto al río Cardoner, en septiembre-octubre de 1522. Ignacio ni menciona el nombre del pueblo de La Storta (que deriva su nombre de una curva en la carretera), unos 14 kilómetros de Roma, en el cual encontró una capilla para orar.

Arrupe pondera: “Alguien podría preguntar: ¿qué tiene que ver la visión de La Storta con la devoción al Sagrado Corazón?” Su respuesta convulsiona el corazón mismo de la cristología ignaciana: 

“En La Storta, una pequeña capilla, solitaria y abandonada, en las afueras de Roma, un pobre peregrino se detiene a orar con otros dos compañeros. Allí la Santísima Trinidad le comunica a Ignacio, en lo más profundo de su alma, una gracia de la más cimera magnitud que será como una síntesis de toda su vida mística pasada y será una de las más decisivas gracias en la fundación de la Compañía de Jesús.”

Ignacio le había pedido a la Virgen por muchos años que “lo pusiera con su hijo.” En La Storta, es el Padre quien sella, en lo más íntimo del corazón de Ignacio, la respuesta a su súplica. El Padre se torna entonces hacia Jesús, llevando la cruz, y le dice: 

“Deseo que tomes a este hombre como tu servidor”; Jesús, mirando a Ignacio, responde: “Es mi deseo que tú nos sirvas:”

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Esta es, sin duda, una escena inequívocamente trinitaria, definiendo, como se hace evidente en los textos de los Ejercicios y el Diario Espiritual, que la cristología de Ignacio tiene un muy firme fundamento y fuente trinitarios. La narrativa de la visión de La Storta, según Arrupe, “revela la concesión de una gracia mística de altísimo orden, la cual no puede ser expresada en lenguaje humano.” Ignacio es el primero en reconocerlo así.

Arrupe alude a las dos versiones, algo desemejantes en detalle, transmitidas, por un lado, por Diego Laínez, y por el otro, por Jerónimo Nadal y Pedro Canisio. Laínes relata (en su versión del relato en Latín) que Jesús le comunicó a Ignacio: “Ego vobis Romae propitious ero” (“Yo les seré propicio en Roma”). Nadal y Canisio reportan este mensaje en palabras todavía “más fuertes y más significativas” (según Arrupe): “Ego vobiscum ero” (“Yo estaré con ustedes”). La segunda versión connota un sentido que parece acordar mejor con la recepción de Ignacio a la respuesta de su muy frecuente súplica: “pone me iuxta te” (“ponme contigo”)

Este es un punto crucial: la súplica “ser puesto con tu Hijo” fue, en toda probabilidad, adoptado por Ignacio de una antigua versión del “Anima Christi”, la oración, compuesta en el siglo XIV, que Ignacio sitúa al comienzo de los Ejerciciois: “pone me iuxta te.” Aquí llegamos al momento crucial de esta reflexión: Arrupe afirma: 

“El ´peregrino´ (Ignacio) siente en las profundidades de su alma que su vocación es ser un “compañero” de Jesús, y que la Santa Trinidad lo acepta como un servidor de Jesús.”

¡Compañero de Jesús! – Dos cosas se siguen de aquí: Primero: la noción bíblica de “koinonia” (1 Corintios 10: 16-17; 2 Corintios 13: 13): este vocablo se usaba en la Grecia pre-cristiana para denotar una intimidad del más alto grado -   podía incluso significar la intimidad sexual entre dos esposos. Aunque Ignacio no usa esta palabra, su sentido fluye muy obviamente del sentido de intimidad que Ignacio sentía con Jesucristo.

Segundo, a un nivel inferior, esto sencillamente confirma que “Compañía de Jesús” no es un título militar, algo bautizado con agua bendita, para el grupo apasionado por el Evangelio que Ignacio congrega en torno a sí.  Aunque Ignacio pueda recurrir a imágenes militares o pseudo-miliatares (“El llamamiento del Rey Temporal”, EE 91-97; “Las Dos Banderas”, EE 137-148), estas reflejan más bien, como sostiene Karl Rahner, el lenguaje metafórico popular de la época que el pasado militar de Ignacio,

La petición de Ignacio tiene, como apunta Arrupe, profundos hontanares bíblicos: “No temas, pues yo estoy contigo” (Isaías 41: 10; “Estoy contigo para librarte” (Jeremías 1: 8, 19); “Dios te salve María, llena de gracia, el Señor es contigo” (Lucas 1: 28); “Yo estaré con ustedes hasta la consumación de los tiempos” (Mateo 28: 20 -  La riqueza de los diálogos cristológicos y trinitarios de Ignacio se nos dan en su “Diario Espiritual”, el fragmento que ha llegado a nosotros: Febrero 2, 1544-Febrero 27, 1545 – El Diario también nos da el núcleo vital de la Mariología de San Ignacio.

La razón de todo esto es la pasión fundamental de Ignacio: desarrollar una siempre más íntima proximidad a Jesucristo que nunca.

La homilía de Arrupe nos introduce en la interioridad del palpitante Corazón de todos los corazones, en lo más nuclear de los Ejercicios Espirituales. El General jesuita, auténtico y apasionado amante del Corazón de Jesús, nos da una muy radicalmente profética, y, en cierto sentido, subversiva perspectiva. Arrupe reflexiona cómo “la ofrenda de Ignacio es aceptada por la Palabra Encarnada. Una profundísima transformación ocurre en el alma de Ignacio – y lo que sigue a continuación es un revisionismo radical de los malentendidos comunes de la espiritualidad ignaciana – La visión de La Storta es más íntima que la que experimentó a orillas del Cardoner. Allí (en el Cardoner), Ignacio sintió que se le había dado una nueva comprensión; aquí (en La Storta), se sintió aceptado y recibido en la vida trinitaria, en el círculo íntimo de la Trinidad.”

Arrupe prosigue el tema: La palabra “servicio”, sostiene, nos revela su sentido más profundo: 

“Es este servicio que expresa la meta de los Ejercicios y resume la oblación del Reino, de las Dos Banderas, y de las Tres Maneras de Humildad . . . como compañero de Jesús en pobreza y auto-renuncia extrema de sí mismo, en la cruz.”

En verdad, en La Storta, Jesús se le había manifestado a San Ignacio llevando su cruz; la iconografía cristiana de ´hoy ve a Jesùs clavado en la cruz, con su costado traspasado, y su corazón abierto - ¡punto clave! El corazón, con toda su amplio e inagotable alcance semántico, es el “corazón del amor” (Karl Rahner), la fuente de la cual manaron sangre y agua, tipos de la Iglesia (Juan 19: 34; cf. Francis Moloney)

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Ignacio experimentó acerbamente la cruz. Benjamín González Buelta, en su libro “El Discernimiento”, cita la obra de I. Cacho (“Ignacio de Loyola, el heterodoxo”) – narra cómo Ignacio fue sujeto a ocho procesos inquisitoriales: 1526 (dos veces; 1527, 152/9, 1535, 1537, 1538, 1546). La cristología de la Encarnación de San Ignacio, toda su mística, y la misma naturaleza de su propósito en fundar la Compañía de Jesús, no se adecuaba fácilmente con el espíritu de la Iglesia de su tiempo – sufrió persecución, como la han sufrido y sufren números incontables de sus seguidores, desde el proto-mártir de la Compañía, Antonio Criminali, hasta Rutilio Grande, mártir de la fe, la voz de los pobres y oprimidos.

Arrupe sostiene que la bandera de la cruz adquiere un nuevo sentido: revela un aspecto más personal . . . preserva para nosotros la permanente memoria de que, en la raíz del Misterio de la Encarnación y Redención, yace el amor infinito y humano de Cristo.

Y, como Harvey Egan ha argumentado con rigor teológico y alegría poética, que es precisamente esto, y ninguna otra cosa, la Palabra Encarnada que se nos otorga en el “Principio y Fundamento”, como sujeto y objeto de las Tres Maneras de Humildad, como Aquel a quien nos vaciamos radicalmente (“Toma, Señor, y recibe . . . ”), cuyo amor y gracia es “suficiente”, esto, y nada más, es el corazón palpitante de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola.

Ignacio emplaza al ejercitante a situarse frente a un crucifijo: en sus propias palabras: “Otro tanto, mirando a mí mismo lo que hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo . . . ” (EE 53) – Es ante el misterio de la Palabra consustancial, co-eternamente encarnándose, el misterio de la auto-comunicación kenotica del Hijo de Dios, como la palabra definitiva de amor, que Ignacio exige al ejercitante que haga la opción fundamental de su vida: la comunión, no con una idea o una hipótesis, sino con el Hijo vivo, muerto en cruz y resucitado.

San Ignacio, nos permitimos decir, se situó, en pasmo y asombro ante el resplandor luminoso del Dios hecho hombre, plenamente humano, que había resuelto, desde toda una eternidad, definirse y revelarse el Hijo radicalmente vulnerable, con la vulnerabilidad del amor que solamente el co-eterno y consustancial Hijo de Dios puede hacer suya – y hacerse definible así: el Hijo de Dios que, como los Padres griegos afirmaban, en su auto-vaciamiento hacia lo que Él “no es” logró  plenamente, desde un comienzo sin comienzo, lo que Él es: el Hijo Encarnado.

En última instancia, la cristología de San Ignacio es la más lograda exégesis de Juan 1. 14: “Kai ho logos sarx egeneto” – “Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros”.

*Sixto J. García, Ph.D. Profesor Emérito de Teología Sistemática (Cristología y Escrituras) Seminario Teológico Regional San Vicente de Paul.
El Profesor García es columnista residente de El Ignaciano.