POR P. JORGE CELA, S.J.
Cuando nos preguntamos qué podemos dar como Iglesia a la labor educativa en Cuba, la respuesta más generosa es dar lo que somos. Como Pedro, que al paralítico a la puerta del templo le ofrece lo que tiene: “lo que tengo te doy: … ponte a andar” (Hech. 3, 6).
El artículo 73 de la nueva Constitución garantiza el derecho a la educación a todo ciudadano y ciudadana, y establece que esta tarea es responsabilidad del Estado compartida con la familia y la sociedad. La Iglesia es parte de esa sociedad. Pero la Constitución no define para qué es la educación. Y al plantearlo de esa forma parece que es un derecho puramente individual. Yo tengo derecho a que me den educación, y la finalidad parece morir en mí.
PARA QUÉ LA EDUCACIÓN
Entendemos que el derecho a la educación no es sólo individual, sino también social. La sociedad tiene derecho a que eduquen a sus miembros para que contribuyan al bien común.
Educar no es sólo trasmitir conocimientos que permitan aprender a producir. Educar es enseñar a vivir, a convivir, a construir comunidad, fraternidad, proyecto común.
Asumir responsabilidad en la educación es aceptar el compromiso de contribuir a un proyecto común de sociedad que queremos construir.
Cuando nos preguntamos qué puede o debe aportar la Iglesia al asumir responsabilidad educativa nos estamos planteando cuál es el proyecto común de nación que tenemos los cubanos y qué puede cada uno aportar a su construcción.
Es así que se entiende que familia y sociedad tienen responsabilidad en la educación.
¿Cuál es ese proyecto común de nación para el que formamos? ¿Existe un proyecto común de nación de los cubanos? ¿Quién decide las características de ese proyecto?
Porque queremos educar para la Cuba que soñamos. Educar es una manera de construirla, de hacer ese sueño realidad.
EL REINO COMO NUESTRO PROYECTO
Pero, ¿cuál es nuestro sueño de sociedad como cristianos?
Nuestro sueño es el de Jesús, que Él llamó Reino de Dios. El Reino de Dios no es la Iglesia. La Iglesia está para el servicio del Reino de Dios.
El Reino de Dios es el reino de este mundo según el corazón de Dios. Es decir, un mundo de paz, de justicia, de libertad, de fraternidad. Es la sociedad que todos soñamos, la Cuba que todos soñamos. Mientras nos mantenemos en ese nivel de abstracción podemos estar de acuerdo. El problema comienza cuando comenzamos a concretar cómo construir la paz, la justicia, la fraternidad, la libertad. El Reino de Dios es el reino de este mundo cubano, como soñado por el corazón colectivo de la patria.
La diversidad de las propuestas tiene dos caminos de solución: la imposición de una sobre las demás o el diálogo en busca de consensos mínimos y diversidades aceptadas por las partes.
La tentación de la eficacia a veces nos arrastra al camino de la imposición por la fuerza. La misma Iglesia sucumbió a esta tentación muchas veces en la historia. La imposición de nacional-catolicismos aliados al poder político y militar nos envolvió muchas veces en la historia. Fue una tentación recurrente para las religiones que, creyéndose poseedoras de la verdad, se sintieron con derecho a imponerla para bien de los pueblos, conduciendo a un poder absoluto que terminó por corromperse absolutamente.
Fue la misma tentación de los Estados, que buscando perpetuarse trataron de aliarse al poder religioso para sacralizar su poder y su abuso del mismo.
EL SUEÑO COMPARTIDO
Hoy la Iglesia, queriendo aprender del fracaso de ese camino, busca con el Papa Francisco el camino del diálogo. Es la renuncia al poder hegemónico, a considerarse única poseedora de la verdad, para entrar en diálogo con la diversidad en la búsqueda de una convivencia en paz, justicia, libertad y fraternidad.
El pluralismo de las sociedades modernas, cada vez más diversas, nos llama a la interculturalidad, al diálogo interreligioso, a la participación democrática. El esfuerzo del Papa Francisco por introducir la sinodalidad en la Iglesia, por entrar en diálogo con las otras religiones, en renunciar a los símbolos y estructuras de poder, abre nuevos senderos.
Diálogo no significa renuncia a la propia identidad. Significa que la identidad no se construye negando a los otros, sino encontrando nuestras formas de relación con los ellos.
Cuando esta Iglesia en salida, como gusta llamarla el Papa Francisco, entra en la esfera pública no es para apropiársela, sino para participar, como uno más en la construcción del Bien Común. Aceptando al otro como es, sin buscar diluir la diversidad, sino dialogando con ella hacia una mutua aceptación para trabajar juntos. Como dice el Papa Francisco, no tratando de ocupar espacios, sino de dinamizar procesos.
Cuando entramos en educación no entramos para dividir y separar, sino para colaborar en aquello que nos une a pesar de la diversidad, que es educar para el sueño común. Todos queremos un mundo de gente que tenga iniciativa y creatividad, que las use para construir juntos más que para pelear o competir, y que para ello aprendan a dialogar, a convivir en la diversidad. Queremos formar esta actitud en los miembros de la familia, para que puedan expandirla al barrio, al centro de estudio o trabajo, a los espacios de convivencia ciudadana.
No queremos un pueblo sumiso y callado, sino soberano y expresivo. No queremos un pueblo aislado y lleno de enemigos, sino un pueblo en red con otros, en cadenas de solidaridad. No queremos un pueblo en perpetua lucha y combate, sino un pueblo que comparte y celebra. No queremos un pueblo egoísta y pasivo, sino emprendedor y solidario. No queremos un pueblo producido en serie, sino con toda la riqueza de la diversidad humana.
COM0O LUZ EN LA OSCURIDAD DE LA HISTORIA
Eso es lo que debemos buscar cuando nos involucramos en educación. Porque nuestra identidad cristiana nos invita a esa actitud. Jesús nos invitó a que fuéramos luz del mundo. La función de la luz no es cegarnos con su resplandor impidiéndonos que veamos lo que nos rodea. La función de la luz es iluminar nuestro contexto para que podamos disfrutar de las formas y los colores, para que sepamos por dónde caminamos y podamos escoger el camino que queramos, para que descubramos la belleza que hay en el mundo y también las debilidades, para poder repararlas. La luz no es auto-referencial. Esa es la vocación de la Iglesia en la educación: ser luz que ilumine el conocimiento, la creatividad, la libertad para escoger caminos, que invite a una relación nueva entre la creación y las personas. La Iglesia no está llamada a ser auto-referencial, sino servicial, como la luz.
Jesús nos habla de un reino en el que los que lloran puedan reír y los desposeídos posean la tierra; donde los pacíficos colaboren para crear un reino de fraternidad, de misericordia, de perdón, de justicia, de libertad, de paz. Por eso la presencia de la Iglesia en educación debe tener preferencia por las periferias existenciales marcadas por la desposesión y el abandono.
Un reino en el que todos cabemos y podemos convivir. En el que se cuida la naturaleza como la casa común de la gran familia humana, donde reconocemos en cada persona un hijo o hija de Dios. Que no excluye a nadie ni por edad, nacionalidad, género, capacidad, raza, ideología, religión o condición social o económica. Un reino que se construye entre todos y es de todos.
Jesús nos enseña que ese Reino está dentro de cada uno de nosotros, pequeño como un grano de mostaza, para que nos ocupemos en ayudarlo a crecer hasta que se convierta en un gran arbusto. Es la educación este trabajo de cuidado de las posibilidades que posee cada persona y que tenemos que ayudarle a descubrir y hacer crecer. Etimológicamente es el significado de educación: educere, sacar fuera.
PRIMERO LA PERSONA EN SU COMUNIDAD
El primer objetivo de nuestro aporte a la educación es el sujeto educativo, la persona humana, revalorizada como hijo de Dios, que supera toda otra cualificación y nos sitúa en el respeto a una dignidad sin límites de toda persona, que no admite exclusión ni discriminación. Nuestro aporte tiene que partir de ese humanismo integral que descubre en cada persona un valor absoluto y capacidades ilimitadas para su crecimiento.
Este trabajo de hacer crecer es un trabajo colectivo. Por eso la educación implica involucrar, no sólo los maestros, sino toda la comunidad educativa. La familia, el vecindario, los amigos, los compañeros de trabajo, los medios de comunicación, la comunidad de la que la Iglesia es parte. No se trata sólo de trasmitir conocimientos, sino de crear ambientes humanos de convivencia en fraternidad.
A los cristianos Jesús nos propone la parábola de los talentos. La educación es un regalo que se recibe para hacerlo producir para la comunidad. No somos seres individuales, aislados de nuestras comunidades existenciales. Lo que recibimos como fruto de esa tarea colectiva de la educación es para hacerlo producir en la comunidad. Para convertirnos en sujetos de la historia colectiva que colaboran en la construcción del Bien Común.
EL BIEN COMÚN GLOBAL
Por eso parte de nuestra tarea educativa es restaurar el concepto de Bien Común, que en la sociedad posmoderna tiende a desaparecer frente a los intereses individualistas. A descubrir que el bien de todos es el mejor bien para mí. Y esto no debe ser una enseñanza teórica, sino una experiencia vivida en los modos de aprender, y no sólo en los contenidos del aprendizaje. Nuestro aporte debe llevar a un estilo de vida compartida y solidaria, de trabajo en equipo y defensa de lo colectivo.
Nuestro aporte debe ser en la línea de la propuesta del Papa Francisco de colaborar en la “Aldea Global Educativa”. El Papa, citando un proverbio africano, dijo que “se necesita una aldea entera para educar un niño”. En este mundo globalizado necesitamos que la aldea global se comprometa en la educación para educar para la ciudadanía global con énfasis ecológico. Insistía el Papa al anunciar la iniciativa educativa el 12 de septiembre: “Nunca antes hubo tanta necesidad de unir nuestros esfuerzos en una amplia alianza educativa, para formar individuos maduros capaces de superar la división y el antagonismo, y restaurar el tejido de las relaciones en aras de una humanidad más fraterna”. Describió su propuesta como “una alianza que genera paz, justicia y hospitalidad entre todos los pueblos de la familia humana, así como el diálogo entre religiones “.
EN NUESTRA TRADICIÓN
La historia de la participación de la Iglesia en la educación cubana siempre tuvo ejemplos significativos de este compromiso: el seminario de San Carlos y San Ambrosio, con su pedagogía innovadora y su compromiso con la nueva nacionalidad en ciernes, con representantes como el P. Varela y J.A. Saco; las primeras escuelas de instrucción pública, la educación en bateyes y zonas rurales, el aporte a la innovación y desarrollo de la ciencia.
Pero también hubo momento de actitudes auto-referenciales, defensivas frente a una modernidad que le asustaba o a condiciones adversas en la sociedad, excluyentes por razones económicas o doctrinales, que debemos superar.
Al colaborar en la tarea educativa debemos purificar nuestra intención a la luz del Evangelio y no de modelos pasados. Estamos llamados a convertirnos para ser realmente lo que queremos dar y poder así dar lo que somos.
Queremos como educadores ser sal que contribuya a sacar el buen sabor del pueblo cubano para construir la Cuba que soñamos juntos.
- Este artículo fue escrito por el P. Jorge Cela, S.J. como adaptación de su ponencia en una conferencia de educadores religiosos en Cuba.