Una vez, cuando era joven, estaba en un supermercado con mi familia. Una señora muy atenta se acercó a mis padres y les expresó su dolor porque su pobre hijo era ciego. Preguntó: «¿Qué hace todo el día?». «Ejerce la abogacía», respondí yo.
En la Iglesia, por desgracia, nos hemos encontrado a menudo en una posición similar, la de aquellos que no están dispuestos a reconocer la vida de las personas con discapacidad como lo que es: una vida de hijos de Dios, iguales al resto, que trabajan junto con todos los demás en la viña del Señor, poniendo en buen uso una multitud de dones y talentos. La discriminación generalizada sigue existiendo en la Iglesia. Los edificios suelen ser inaccesibles, los documentos no están disponibles en formatos utilizables y se hacen suposiciones que a menudo no reflejan la realidad vivida de la discapacidad. Cuando solicité entrar en los jesuitas, por ejemplo, al principio me dijeron que sería mejor que buscara una Orden menos «académica». Sólo me admitieron después de informar al promotor de vocaciones de que estaba terminando un doctorado (que de hecho terminé ese mismo año). Y sin embargo, las personas con discapacidades reciben apoyo de las redes y comunidades, y contribuyen a ellas. Nosotros también somos Iglesia[1].
Estos límites impuestos a las capacidades humanas hacen que la salvación sea una obra colectiva. Dependemos unos de otros y de Dios. La imagen de Dios según la cual fuimos hechos no es la de una perfección blasfema y autosuficiente que nos haría iguales a nuestro Creador, sino la capacidad de entrar en relación con Él y con nuestro prójimo. Todos nosotros, en todo momento, confiamos plenamente en Dios y en nuestros hermanos. Como dice San Pablo en su Primera Carta a los Corintios: «El cuerpo no se compone de un solo miembro sino de muchos. Si el pie dijera: “Como no soy mano, no formo parte del cuerpo”, ¿acaso por eso no seguiría siendo parte de él? Y si el oído dijera: “Ya que no soy ojo, no formo parte del cuerpo”, ¿acaso dejaría de ser parte de él? Si todo el cuerpo fuera ojo, ¿dónde estaría el oído? Y si todo fuera oído, ¿dónde estaría el olfato? Pero Dios ha dispuesto a cada uno de los miembros en el cuerpo, según un plan establecido. Porque si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? De hecho, hay muchos miembros, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la mano: “No te necesito”, ni la cabeza, a los pies: “No tengo necesidad de ustedes”
Además, mis limitaciones me han proporcionado una visión inestimable de mi trabajo como sacerdote. Con demasiada frecuencia, la visión jerárquica ha dado lugar a una visión vertical del sacerdocio que, en el peor de los casos, ha conducido a la arrogancia y al abuso. Como sacerdote con discapacidad, soy consciente de la limitación humana que comparto con las personas a las que sirvo. Por lo tanto, soy capaz de estar con los demás no como una figura de autoridad, desde una posición de fuerza, sino desde la posición de debilidad compartida.
El mundo de la solidaridad con la discapacidad trasciende las fronteras de la fe y las parroquias, pero de todas formas constituye una comunidad. Hemos vivido en la discriminación y la marginación, y ahora tenemos la oportunidad de apoyarnos mutuamente. En la comunidad de personas con discapacidad, todos estamos acostumbrados a compensar las limitaciones de los demás y a ayudarnos recíprocamente, incluso cuando los mecanismos de apoyo tradicionales, como los de la familia y la parroquia, se rompen.
En cada vida está contenido un mundo. El 15% de la población con discapacidades aporta, por tanto, un caleidoscopio de perspectivas e historias que esperan ser escuchadas. Podemos trabajar en todos los campos de la Iglesia en los que operan los que no tienen discapacidades. Además, ofrecemos el aporte de la experiencia basada en nuestras discapacidades y la conciencia de la marginación y la discriminación. Podemos llevar a la Iglesia a una nueva comprensión de su limitación y de su potencial de solidaridad. Como ha señalado el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, también nosotros somos Iglesia. Caminemos, pues, juntos, ya no «nosotros» y «ellos», o exiliados y ciudadanos, sino uno en Cristo Jesús.
[1] Cfr J. Glyn, «“Noi”, non “loro”: la disabilità nella Chiesa», en Civ. Catt. 2020 I 41-52. ↑
Justin Glyn es sacerdote y abogado, es profesor del Departamento de Teología Moral y Derecho Canónico de la University of Divinity, Australia. Es doctor en derecho internacional y administrativo por la Universidad de Auckland. Además, es Consejero General de la Provincia Australiana de los Jesuitas.