El Lugar de La Mujer en la Iglesia

Por Elena Muller García

Al tratar de contestar la pregunta sobre cuál es el lugar de la mujer en la Iglesia he hecho un recorrido a través de las siete décadas que llevo de vida, recordando personas y acontecimientos que de una manera u otra me han llevado a considerar ese importante tema. Este recorrido empezó en mi último año en Cuba, cuando era alumna de las Ursulinas de Miramar en La Habana. Sería el 1960 o 1961 y yo tendría doce o trece años. Había participado en un día de retiro y al concluir tuve una conversación con el Padre Valbuena – un sacerdote jesuita de mediana estatura que tenía el pelo completamente blanco. A pesar de su avanzada edad estaba lleno de vida y entusiasmo. “Las mujeres tienen un papel muy importante en la sociedad y en la iglesia,” me dijo. Y me animó a que reflexionara y rezara para tomar en serio mi vocación como mujer.  Me regaló una estampita en la que escribió algunos consejos.  Esa fue una de las pocas cosas que traje conmigo cuando salí de Cuba.   

A principios de los años 70, después de haberme graduado de high school en Dallas, Texas y de college en Miami, tomé varios cursos de filosofía post grado en la Universidad de Miami. Recuerdo que mi favorito fue el de filosofía griega. Una de nuestras tareas fue leer La República de Platón y escribir  un ensayo sobre esa famosa obra. El título de mi escrito fue Does Woman Have a Place That Is Hers by Nature?  (¿Tiene la Mujer un Lugar Propio Debido a su Naturaleza?) Sé que ese escrito está guardado en un archivo en mi casa, pero no lo he podido encontrar. Sin embargo las ideas básicas quedaron grabadas en mi memoria. 

En La República Sócrates pregunta si la mujer tiene un lugar especial en la sociedad que le pertenece por su naturaleza.   Propone que si la mujer tuviera un lugar especial entonces ella sería mejor que el hombre en esa profesión o actividad. Al no encontrar nada en lo que la mujer es mejor que el hombre llega a la conclusión de que no, la mujer no tiene un lugar especial: ella hace todo lo que hace el hombre, pero nada lo hace mejor que él, por lo tanto no hay nada que se le pueda designar a ella con exclusividad.  Discrepé de Sócrates.  Encontré algo que la mujer sí podía hacer mejor que el hombre: su capacidad para amar a su familia, especialmente a sus hijos.  Y concluí, en aquel entonces, que el lugar de la mujer era su hogar, desde donde sería el corazón no sólo de su familia sino de la sociedad entera.  

Aunque terminé los cursos de Filosofía para completar una maestría, no escribí la requerida tesis. Cambié de área de estudios: me inscribí en el programa de Estudios Religiosos en el Barry College – hoy en día Barry University.  La pregunta sobre el lugar de la mujer en la sociedad ahora cambiaría para el lugar de la mujer en la iglesia. Se hablaba del sacerdocio de la mujer, tanto en las clases como en las conversaciones informales que teníamos en los recesos y en reuniones informales. Una compañera mía, Jean, conversa del Protestantismo, me dio a leer la tesis que había escrito sobre el sacerdocio de la mujer.  Ella me regaló una copia – otro escrito que está escondido en algún archivo de mi casa. Pero recuerdo sus puntos básicos: el sacerdocio en la Iglesia Católica, a diferencia del sacerdocio en las iglesias protestantes, es un sacerdocio ministerial, no es el sacerdocio común de los fieles del cual todos los cristianos participamos por el bautismo. (En Lumen Gentium, 10, se explica claramente que la diferencia es esencial, no es solamente de grado.) Por lo tanto es un error argumentar a favor del sacerdocio de la mujer basándose en el sacerdocio común. Otro punto que resaltó Jean fue el hecho de que María, la Madre de Jesús, no fue sacerdote. Si la voluntad de Jesús hubiera sido que las mujeres fuesen sacerdotes, María hubiera sido la primera.  

Personalmente, aunque sí recuerdo haber pensado que las mujeres debían ser admitidas a la Compañía de Jesús, no como sacerdotisas, sino como religiosas, no recuerdo haber sentido el deseo ni la vocación al sacerdocio.   

Al principio de la década de los 80, siendo Directora de Educación Religiosa en Little Flower en Coral Gables, participé en un curso especial sobre la liturgia, ya después de haber completado mi Maestría (me llevó siete años, pero ésta sí la terminé). Participaban religiosas, sacerdotes, directores de Educación Religiosa de varias parroquias, y otros laicos comprometidos de la Arquidiócesis de Miami, que en aquel entonces incluía el Condado de Palm Beach. Entre otras cosas, se discutió el sacerdocio de la mujer.  No recuerdo tanto lo que se decía, sino el sentimiento con que se decía – las mujeres debían ser sacerdotes porque los sacerdotes hombres no cumplían bien su ministerio.  Por lo menos así lo interpreté yo. Me pareció una actitud muy arrogante: los hombres no sirven, las mujeres sí lo sabrán hacer bien. Pensé para mis adentros que no era nuestro deber el hacer el trabajo de los sacerdotes.  A aquellos que no estaban cumpliendo su misión se les debía llamar la atención, exigirles que cambiaran, y en lo posible animarlos y apoyarlos a hacerlo.  Ya teníamos suficiente que hacer en la iglesia: éramos catequistas, directoras de educación religiosa (DRE, por sus siglas en inglés), directoras de escuela, maestras, consejeras, secretarias y recepcionistas en las parroquias y escuelas, ministros laicos, ministros extraordinarios de la Eucaristía, y proclamadoras de la palabra (años después se permitió que las niñas fueran monaguillas.) Por supuesto que los hombres laicos podían llevar a cabo todas esas tareas, pero en general, en todas estas actividades había siempre muchas más mujeres involucradas que hombres.   

En el 1982, después de casarme con Sixto García, nos mudamos para South Bend, Indiana, donde Sixto hizo sus estudios doctorales de Teología Sistemática en la Universidad de Notre Dame.  Vivíamos en el University Village, un complejo de edificios de apartamentos para estudiantes casados.  Me hice amiga de una estudiante de teología, Mary, que residía en el Village con su esposo Jim.  Mary era también campus minister (ministro universitario).  Inmediatamente me empecé a dar cuenta que Mary era el polo opuesto de mi otra amiga Jean.  Era feminista y abogaba por el sacerdocio de la mujer. En su afán de lograr la igualdad de la mujer en todo, se podía percibir una sospecha perenne de todo lo que hacían los hombres, fueran laicos o sacerdotes. Una vez me invitó a una reunión en uno de los dormitorios de la universidad.  Eran todas mujeres las que estaban presente. Aunque Mary me había descrito el grupo como “no radical”, me sentí incómoda, especialmente cuando una de ellas empezó a leer un escrito donde se burlaba de la Virgen María.  Nunca más asistí a ese grupo pero colaboré con Mary en muchos proyectos, pues fuera de ese feminismo radical, teníamos otros intereses en común.    

En esos cuatros años que vivimos en Notre Dame trabajé simultáneamente de secretaria para un profesor de Teología y de administradora del University Village, pues cada trabajo era de tiempo parcial. Continué con esos dos trabajos después del nacimiento de nuestra hija Teresa.  Cuando nació Tomás 19 meses después me quedé solo con el trabajo en el University Village pues ese lo podía hacer desde la casa. Al completar Sixto su doctorado en mayo del 1986 nos mudamos para Boynton Beach, en la Florida, donde hemos residido desde entonces.  

Durante los primeros 9 años de regreso en la Florida me quedé en la casa cuidando a mis dos pequeños hijos. Me convertí en una “stay at home mom,” como se dice en inglés. En aquel entonces yo me carteaba con un religiosa Ursulina, Sister Emmanuel, que después de retirarse de una larga carrera en la docencia, se dedicó a mantener el contacto con las antiguas alumnas de la escuela de la que yo me había graduado de high school, Ursuline Academy en Dallas, Texas. Cuando le escribí que estaba dedicada al cuidado de mis hijos y mi casa, se alarmó. “No me puedo imaginar que tú limites tus actividades a ellos solamente.” Enseguida le respondí que era escritora independiente (free-lance writer) y le envié copias de algunos de mis escritos. Me respondió:   “Dios te bendiga por continuar desarrollando el talento que Dios te ha dado y por compartirlos con los demás.”   Nuestra correspondencia sobre ese tema terminó ahí, pues no iba yo a argumentar con una anciana tan amorosa y respetable.   Unos años después entrevisté a otra mamá que había dejado su trabajo en una institución financiera para cuidar de sus hijos en su casa. Era miembro de un grupo llamado MOMS (Ministry of Mothers Sharing – Ministerio de Madres). Me contó como ella misma se fue dando cuenta que el criar y educar a sus hijos era un ministerio de Dios. Por supuesto que las madres que se quedan en su casa para cuidar a sus hijos se involucran en otras actividades. Ninguna profesión ni ninguna vocación llena plenamente la vida humana. Escribí en una columna de opinión publicada en The Florida Catholic: “Cuando una madre que se queda en la casa para criar a sus hijos extiende su ministerio más allá de la familia, no lo hace porque esté desperdiciando sus talentos en su casa, lo hace porque es la naturaleza del amor el siempre querer servir más.” 

 El releer esa frase que originalmente escribí en el 1994, “el amor siempre quiere servir más” me hace dar un salto vertiginoso a la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia que promulgó el Papa Francisco en el 2016.  Refiriéndose a la fecundidad del amor de los esposos, Francisco señala que ésta no se limita a la procreación y a la adopción sino que se extiende al servicio de la sociedad donde la familia está inserta. Esta fecundidad “es como la prolongación del amor que la sustenta.” (Amoris Laeititia, 181.) Volviendo al tema de la mujer, podemos decir que al igual que el amor de los esposos, ese amor de la madre que se queda en la casa, no se contiene en el hogar, sino que se extiende más allá tanto en la iglesia como en la sociedad.   

Continúa el Papa Francisco señalando que nuestra fe “no nos aleja del mundo, sino que nos introduce más profundamente en él.” Y añade: “Cada uno de nosotros tiene un papel especial que desempeñar en la preparación de la venida del Reino de Dios.”  Esto nos da pie para regresar a nuestra pregunta inicial, pues en cierto sentido el preguntar, “cuál es el lugar de la mujer en la iglesia” es equivalente a preguntar “qué papel desempeña la mujer en la preparación de la venida del Reino de Dios.”  Y en ese caso la respuesta de Francisco sería que cada uno de nosotros, no importa si se trata de un hombre o una mujer, “tiene un papel especial que desempeñar en la preparación de la venida del Reino de Dios.”   

A fin de cuentas solo cada persona, sea hombre o mujer, puede encontrar cuál es su lugar en la iglesia. Por supuesto que no podemos ignorar las consideraciones que se hacen respecto al sacerdocio sacramental y a otros cargos específicos, como por ejemplo el diaconado de la mujer, que el papa Francisco considera que es algo que se debe de seguir investigando, pues a través de la historia hemos ido descubriendo que puertas que estaban cerradas a la mujer no tenían por qué permanecer cerradas.   

Estas investigaciones y consideraciones, si se hacen bajo la hermenéutica de la sospecha, que es lo que creo haber detectado en aquellas discusiones que presencié en aquel curso de liturgia que tomé hace décadas, o en la actitud de mi amiga Mary y sus compañeras, no creo que lleven nunca a nada.  Parten de un feminismo que llamé radical en aquel entonces y que veo hoy como un feminismo divisivo que no lleva a la construcción de la sociedad ni de la iglesia. Tampoco podemos basar esas consideraciones en el menosprecio de la obra de amor que lleva a cabo la mujer que se queda en la casa criando y educando a sus hijos. Estas consideraciones se deben hacer siguiendo una hermenéutica del aprecio, de la comprensión y de la valorización tanto del magisterio de la iglesia como de las nuevas situaciones que enfrentamos y de las personas involucradas.  

Recientemente el Padre Joe, un fraile franciscano de mi parroquia, Saint Mark, en Boynton Beach, le dijo a la congregación que él se dedicaba a observar las homilías: las homilías de los tantos miembros de la parroquia que mostraban el amor cristiano en sus vidas.  En vez de predicar nos dijo: “Ustedes son los que van a predicar con sus acciones al salir de la iglesia.  Ustedes, hombres y mujeres, son el corazón de la iglesia, son el corazón de la sociedad.” Sus palabras me recordaron aquel escrito mío sobre la República de Platón donde concluí que el corazón de la mujer era el corazón de la sociedad. Admito mi error de antaño y le doy la razón al Padre Joe: tanto el hombre como la mujer forjan el corazón de la sociedad y la iglesia.  

¿Quiere decir esto que el Padre Valbuena, al decirme hace seis décadas que la mujer tenía un papel muy importante en la sociedad y en la iglesia, estaba equivocado? No, no estaba equivocado.  La importancia del hombre se daba por supuesta. Por eso es que había que señalar la importancia de la mujer.   Y mientras que sea  necesario hay que volver a insistir en ello. Así cada uno de  nosotros, hombre o mujer,  podemos encontrar nuestro papel especial en la misión de la Iglesia, o sea, nuestro lugar en ella.