Por Ana María Bidegain
El Concilio Vaticano II fue como un viento huracanado
Transformó nuestras vidas de raíz.
Foi uma nova luz, un novo amanhecer.
Fue una verdadera revolución cristiana.
Fue como una Pascua de Resurrección.
Estas frases conmovedoras expresan el impacto que tuvo el concilio Vaticano II entre las congregaciones religiosas feminas latinoamericanas, recogidas en una larga caminada con ellas entre 1992 y 2001 que me permitió conocer como se vivió la recepción del Concilio entre estas mujeres tan imprescindibles en la vida de la iglesia como invisibilizadas (Bidegain 2003). Pero en realidad, algo semejante podrían haber dicho otros sectores de la iglesia: laicado, sacerdotes, obispos, en el inmediato post concilio.
Las reflexiones que voy a compartir tienen su origen en varios trabajos que tuve la oportunidad de realizar como investigadora sobre el laicado organizado (Bidegain 1979, 1985) o sobre los obispos (Bidegain 1918), o acompañar en mi trabajo docente sobre los movimientos sacerdotales (Romero), que nacieron buscando recibir de la mejor manera el Concilio Vaticano II y en seguimiento al mensaje cristiano.
Es menester aclarar que en la iglesia católica siempre han existido diversas maneras de recibir y vivir el mensaje, eso ha hecho que la iglesia, socio-históricamente no haya sido monolítica. Voy a enfocarme y referirme en gran parte, a la iglesia católica, que como parte de su recepción del Concilio Vaticano II, ha querido ser una iglesia sinodal y de los pobres, como lo propone Papa Francisco, y es el eje de este encuentro.
1) Las raíces históricas
A fines del XIX y en la primera mitad del siglo XX, luego de un fuerte y doloroso período de confrontación con los estados liberales, se logró una reacomodación y en muchos casos una reintegración de la iglesia en el estado, facilitada por el fracaso del liberalismo y el establecimiento de los estados benefactores de las décadas de 1940-1950. Estos estados, conocidos en la historiografía latinoamericana, como populistas, buscaron a las iglesias locales para que le suministrara los recursos humanos y organizativos que los ayudara atender las necesidades sociales. Mientras el estado brindaba recursos financieros, conseguía la legitimidad de la iglesia y ampliaba la base social electoral para lograr estabilidad social y política.
Las órdenes y congregaciones religiosas, en particular femeninas, cumplieron un papel esencial en este proceso atendiendo las obras sociales, en especial la educación, sobre todo de la mujer, fortaleciendo la conquista de sus derechos sociales y políticos hacia mediados de siglo. Desde 1930, a instancias de Roma, se había organizado la Acción Católica, que con sus diversas ramas coordinaba la actividad laical y por medio de sus congresos y otras instancias pastorales tomaba conciencia de las grandes disparidades sociales y la necesidad de participar políticamente, creando un partido inspirado en la doctrina social de la iglesia y aceptando las ventajas del modelo democrático propuesto por J. Maritain. En varios países se fundaron Partidos Demócratas Cristianos y tuvieron su primer congreso continental en Montevideo, en 1949. Para entonces, Universidades Católicas fueron fundadas o revitalizadas, muchas con soporte pontificio. Se crearon nuevas diócesis en casi todos los países y se fortalecieron los seminarios con la presencia de religiosos extranjeros. De manera, que hacia 1950 la iglesia gozó, en la mayoría de los estados de América Latina y el Caribe, de una posición confortable, consolidándose en todos los estados, como una institución fuerte y en crecimiento, con gran influencia social.
El evento organizativo clave y novedoso fue la Primera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano inmediatamente después del congreso Eucarístico de Río de Janeiro, en agosto de 1955, y la creación del CELAM. Dom Helder Camara, de Brasil, y Mons. Manuel Larraín, de Chile, junto con otros obispos, preocupados por la fragmentación de la labor eclesial, la debilidad en las comunicaciones y los urgentes problemas religiosos en América Latina, insistieron en la necesidad de una instancia de coordinación y apoyo episcopal. Sumado a esto, estaba la preocupación de Mons. Samoré, quien había sido Nuncio en Bogotá, y había visto
la necesidad de crear un organismo pastoral latinoamericano y había ya hecho una propuesta en Roma en ese sentido. Entre los problemas que más preocupaba a los obispos era la escasez de clero y la masividad del catolicismo latinoamericano para lo cual propusieron la venida de clero, religiosos y religiosas de Europa y de los Estados Unidos.
Varias transformaciones y preocupaciones venían manifestándose en el seno de la Iglesia desde la década de los ‘50 y que fueron preparando el camino del Concilio Vaticano II e influenciaron a los obispos. Es el caso de los movimientos litúrgicos y bíblicos y todas las actividades desarrolladas por la Acción Católica. Estos movimientos apostólicos, ligados a los obispos, por un mandato, hicieron al laicado partícipe del proceso de evangelización. La metodología (Ver-Juzgar-Actuar) utilizada en los movimientos especializados (JOC, JEC, JUC, JIC, JAC) está a la base de la metodología que desde Mater et Magistra (1961) ha usado la Iglesia en muchas oportunidades. Lo esencial en todo este esfuerzo pedagógico de la Acción Católica Especializada fue la formación de personas que, viviendo los valores cristianos, se convirtieran en “sujetos de su propia historia” y fueran capaces de ayudar a transformarla para que el amor de Dios pudiera vivirse en plenitud.
Junto con esta gran movilización del laicado que precedió y acompañó al Concilio, hay que mencionar transformaciones en otras esferas de la vida de la iglesia en Europa, dado el enorme impacto que tuvieron en la preparación del Concilio y sobretodo en América Latina. Me refiero al cambio operando con la creación de la Misión de Francia, en 1941, por el cardenal Suhard ante la constatación científica de la “apostasía de las masas” fundamentada en los estudios del sociólogo Le Bras que mostraron la necesidad de cambiar de métodos pastorales. Del libro France Pays de mission? (1941), de dos sacerdotes asesores de la JOC, Henri Godin y Yves Daniel, y de las encuestas minuciosamente establecidas por Fernand Boulard, también sacerdote, sociólogo y asesor de la JAC francesa (Carte religiuese de la France rurale, 1947). Estas obras llevaron al replanteamiento del trabajo pastoral y, entre otras realizaciones, desembocaron en el nacimiento de “los curas obreros”, apoyados por el Cardenal Suhard y sustentados teológicamente por el padre M.D. Chenu (Aubert 1975).
Los estudios del canónigo Fernad Boulard tenían ante todo un interés pastoral y fueron base de su trabajo posterior a nivel urbano (Isambert 1977). Como señala Francisco Antonio Niño (1996), fueron estos estudios los que llevaron a plantear la pastoral de conjunto como una respuesta concreta a la problemática manifestada en las ciudades, en particular, el proceso creciente que entonces denominaban “descristianización” y para lo cual la organización tradicional de la parroquia no podía responder. Los estudios de la sociología religiosa en América Latina despuntaron con los aportes de los franco-belgas, sobre todo cuando a instancias del recién creado CELAM, se establecieron centros del FERES (Federación Internacional de Estudios e Investigaciones Sociales y Socio Religiosas) que investigaron y publicaron una serie de estudios relacionando estructuras eclesiásticas con cambio social y religioso en el continente, dando sustento a varias decisiones pastorales a nivel nacional y continental.
Desde muy temprano en la década de los ‘60 y posibilitada por la consolidación y multiplicación de las Conferencias Episcopales Nacionales, se concretó la visita del Canónigo Boulard a la mayoría de los países latinoamericanos para ayudar en la estructuración de los primeros planes de pastoral de conjunto a niveles diocesanos.
Otras iniciativas surgieron o se revitalizaron y llegaron a América Latina, desde los Estados Unidos como los y las religosas de Maryknoll y otras congregaciones expulsadas de China. Desde España, Italia, Bélgica, Alemania, llegaron sacerdotes, religiosos y religiosas, como las fraternidades de los hermanos y hermanas de Charles de Foucauld, los sacerdotes del Prado y los compañeros Emaús, formado por el Padre Pierre para ayudar a los indigentes. Estas experiencias tuvieron el valor de hacer que sectores importantes de la iglesia se acercaran real y concretamente a la realidad de los pobres. Los dominicos franceses, con Louis Joseph Lebret a la cabeza, crearon en 1942 los grupos de Economía y Humanismo en Francia y realizaron varias misiones, creando centros de investigación en muchos países latinoamericanos en la década de los cincuenta. En 1958, fundaron el IRFED, Instituto de Investigación y Formación dedicados a los problemas de desarrollo, en los entonces llamados países del Tercer Mundo. En la década siguiente, inspiraron la encíclica Populorum Progressio de Paulo VI e hicieron comprender a los católicos las razones de la pobreza de dos tercios del mundo y la concentración de la riqueza en el otro tercio, debido a los nuevos lazos coloniales establecidos después de la segunda guerra mundial y la manera como se habían configurado los procesos de descolonización.
Ya Pío XII, percibiendo las enormes dificultades, había hecho un llamado a las iglesias ricas para apoyar las iglesias con menos recursos materiales e intelectuales en lo referente a la formación del clero y del laicado. Por un lado, se crearon importantes agencias de ayuda financiera1 para diversos proyectos de las diócesis en los países con mayores carencias, y por otro, en las universidades católicas europeas, se otorgaron becas para la formación del clero secular y regular, religiosas y laicado, no solo en teología y filosofía, sino también en ciencias sociales y otras disciplinas para favorecer el desarrollo en esos países2.
1 Como Adveniat, Missereor en Alemania, CCFD en Francia, Entre-aide et Fratenité en Belgica. Etc.
Sin embargo, surgieron dificultades. En 1954, la burocracia romana influyó para que la experiencia de los sacerdotes obreros fuera suspendida. Empezaron a percibirse tensiones que se agudizaron y manifestaron en el Concilio y posteriormente. Esto tuvo gran impacto en Francia y en el resto del mundo, en particular en los países donde la experiencia de los curas obreros había tenido cabida. La preocupación de la curia romana era el encuentro que necesariamente se daba entre estos sacerdotes con los marxistas en las organizaciones y movimientos sociales, establecidos en los barrios populares en defensa de los derechos de las poblaciones trabajadoras y empobrecidas. Preocupación que, dado del contexto de Guerra Fría, fue y siguió siendo sobredimensionada porque, aunque había diálogo y puede ser un acercamiento en la forma de analizar, entender y nombrar la realidad, las motivaciones y sentido de la orientación del trabajo, eran muy diferentes y no se percibió que se perdía la oportunidad de estar allí donde más era necesaria la presencia cristiana.
Paul Gauthier (1914-2002), uno de los profesores del Seminario en Paris de entonces, para comulgar con los pobres y la Iglesia, solicitó autorización de su obispo y para irse a trabajar como un obrero en un país empobrecido. La experiencia impactó a muchos laicos, sacerdotes y religiosas y la propuesta de construir una Iglesia del lado de los pobres tuvo mucho seguimiento. Gracias a esto, no pocos latinoamericanos/as se instalaron en las periferias urbanas entre los pobres, mientras se desarrollaba el Concilio. Muchos sacerdotes europeos y norteamericanos del clero secular y regular formados en esta nueva perspectiva pastoral se desplazaron como misioneros, profesores de seminarios o a hacerse cargo del trabajo de parroquias en las periferias urbanas o en apartados lugares rurales de América Latina.
2 Merece destacarse el caso de una pareja, los señores Morren, hijos de familias de la burguesía belga, miembros activos de los movimientos de Acción Católica especializada, que pusieron su fortuna y trabajo personal para crear en la universidad de Lovaina un fondo especial para la asignación de becas para la juventud de los países en desarrollo, en particular los latinoamericanos.
2. Los hitos históricos
En enero de 1959, Juan XXIII convocó a la celebración de un concilio ecuménico. El 11 de septiembre de 1962, en un mensaje radio difundido dijo: “Otro punto luminoso. Ante los países subdesarrollados, la Iglesia se presenta tal y como es y quiere ser: la Iglesia de todos y particularmente la Iglesia de los pobres” (Juan XXIII 1962). Lo que tuvo un gran impacto en América Latina y en los sectores que habían venido levantando esa preocupación.
Desde el inicio de la primera sesión del Concilio en octubre de 1962, se reunió un grupo informal de obispos y teólogos asesores en el colegio belga de Roma con la idea de seguir debatiendo el concepto propuesto por Juan XXIII de “iglesia de los pobres”. Lo constituían personas provenientes de diferentes regiones del mundo. Este grupo no era homogéneo, pero fue creciendo en las primeras sesiones del Concilio y logró que pasaran varias propuestas, como la unión de los cristianos y el de la pobreza de una manera diferente y nueva (1975, Tomo 5).3 Al grupo se unieron Dom Manuel Larraín, de Chile y Dom Helder Cámara de Brasil, entonces presidentes y vicepresidente del CELAM, quienes atrajeron a muchos otros latinoamericanos. Estas reuniones no sólo prepararon la participación de los obispos en el Concilio sino que les permitieron debatir con autores de primera línea las nuevas corrientes teológicas y opciones pastorales novedosas.
En noviembre de 1965 se reunió un grupo de unos cuarenta obispos, incluidos varios latinoamericanos, a celebrar la eucaristía en la Catacumba de Domitila y, al finalizar, firmaron un documento por el cual se establecía un pacto entre los firmantes que al retornar a sus diócesis se comprometían a adoptar una vida sencilla, despojada de posesiones y una nueva actitud pastoral orientada a los pobres y trabajadores. Debido al lugar donde se celebró, se lo conoce como el “Pacto de las Catacumbas” (Planellas,2014; Pikasa, 2015; Beozzo 2015).
Después del Concilio, en octubre de 1966 se realizó en Mar del Plata, Argentina, una Asamblea Extraordinaria del CELAM sobre “La Iglesia y la integración de América Latina”, buscando tener una visión de conjunto sobre la realidad socio-económica del continente y aplicando las grandes encíclicas sociales del Concilio y haciéndose cargo de los planteamientos y propuestas de la CEPAL y los avances, sobre todo las promesas, del gobierno demócrata-cristiano de Frei, en Chile.
3 En la discusión, sobre la Iglesia de los pobres, siempre hay dos aspectos relacionados: por una parte, está el tema de la pobreza que debe practicar la iglesia y, por otra, la atención y el servicio que la Iglesia debe dar a los pobres. Los números 8 de Lumen Gentium y 5 de Ad Gentes suelen citarse como los textos que hacen referencia a la Iglesia de los pobres, pero en el conjunto de los documentos se encuentra una muy nutrida referencia al tema como ha sido resaltado por Planellas (2014): Sacrosanctum Concilium (sobre la Liturgia), Lumen Gentium (constitución dogmática sobre la Iglesia), Gaudium et Spes (sobre la Iglesia en el mundo actual), Presbyterorum Ordinis (sobre la vida y el ministerio de los sacerdotes), Optatam Totius (sobre la formación pastoral), Perfectae Caritatis (sobre la vida religiosa), Apostolicam actuositatem (sobre el apostolado laico) y Ad Gentes (sobre la actividad misionera).
Para entonces, todavía estaba vivo el espíritu de la propuesta de Kennedy de la Alianza para el Progreso que proponía que la mejor manera de evitar el avance del comunismo era realizar una revolución verde. Ella consistía, primero, en una reforma fiscal, para que los estados tuvieran los recursos necesarios para establecer las grandes reformas sociales que eran necesarias; segundo, proponía terminar con la propiedad latifundista, por medio de reformas agrarias, que permitieran el acceso a la tierra a medianos y pequeños propietarios, los que, a su turno, serían la base consumidora de los productos industriales que América Latina estaba en capacidad de producir. Ambos aspectos, el fiscal y la división de la tierra, irritó a los terratenientes latinoamericanos, que se mostraron como sus grandes oponentes y empezaron a mirar, también con malos ojos, las propuestas de desarrollo que empezaban a debatirse en el seno de la Iglesia, especialmente las acciones de varios obispos, que decidieron poner tierras de la Iglesia en manos campesinas desarrollando cooperativas agrarias.
Desde ese mismo año de 1966, se produjeron una serie de reuniones de diversos departamentos del CELAM. La primera fue de Pastoral en Baños, Ecuador, sobre la “Pastoral de Conjunto” donde se profundizó la necesidad de tener una pastoral concertada y organizada, fortaleciendo la pastoral de conjunto y el esfuerzo de muchos obispos en varias diócesis como hemos mencionado.
Las propuestas de Populorium Progressio (1967) fueron adaptadas a las realidades locales y los episcopados produjeron una serie de documentos en línea con la doctrina social de la iglesia, en la que diversos sectores de la iglesia eran convocados al compromiso social.4 Grupos sacerdotales se organizaron en diversos países para exigir una profunda recepción de nuevas líneas de pastoral social establecidas por el Concilio. Las órdenes religiosas masculinas, como los salesianos, jesuitas, también reorientaron sus esfuerzos para una pastoral acorde con la doctrina social. Los jesuitas establecieron centros de investigación y acción social -CIAS- e impulsaron órganos de difusión como la revista Mensaje de Chile, con impacto continental.
4 Misión de la Jerarquía en el Mundo de hoy (Brasil, nov. 1967). Semianrio Sacerdotal (Chile, oct-nov. 1967). Declaración de la Iglesia Boliviana (Bolivia, feb. 1968). Desarrollo e integración del País (México, 1968)
En febrero de 1967 se realizó en Buga, Colombia, la reunión del departamento de educación sobre “la Misión de las Universidades Católicas en América Latina”, que tuvo gran repercusión dada la situación por la que atravesaba la vida universitaria latinoamericana. Hasta entonces las universidades latinoamericanas, en particular las públicas nacionales, habían formado a la élite y a los futuros dirigentes políticos de todos los partidos. Este era un espacio privilegiado, y considerado el natural, para el debate y la gestación de ideas, de proyectos y propuestas políticas nacionales.
Hasta los ‘60, el acceso a la universidad era una promesa, para las clases medias, que al final de las carreras universitarias aseguraba una posición laboral y social. Sin embargo, los cambios demográficos, unidos a los tecnológicos y nuevos modelos de desarrollo, mostraban un cambio radical y ya nadie podía tener asegurado su futuro. Aunque existía el movimiento obrero y empezaban a organizarse los de los campesinos, los movimientos estudiantiles eran los movimientos sociales con más incidencia política y quienes recibieron con mayor fuerza el impacto del cúmulo de acontecimientos que a fines de los ‘60 sacudían al mundo y en especial a la juventud.
Al asesinato del presidente John Kennedy en 1963, que se mantenía en la impunidad, se sumaron los ecos de los movimientos sociales y civiles que sacudían la sociedad estadounidense: mujeres que empezaban a reclamar por las desigualdades; estudiantes que se oponían a la guerra de Vietnam y acunaban el movimiento hippie, buscando nuevos estilos de vida; hombres y mujeres que se unían al movimiento pacífico liderado por el pastor Martin Luther King, mostrando la crudeza de una sociedad racista y desigual. Eran hechos que prendían las alarmas sobre las dificultades de una sociedad que se proyectaba como modelo.
Europa, otro faro de la modernidad, era sacudida por el Mayo Francés, que replanteó la manera tradicional que los partidos tenían de hacer política de espaldas a la diversidad social, el impacto del proceso industrial tecnológico en la naturaleza y la propuesta de una nueva lectura e interpretación del marxismo, que se articulaba por fuera de los cánones del comunismo soviético.
A esto se sumó el avance de los tanques rusos sobre Praga, que mostraba con crudeza el autoritarismo soviético y tornaba las miradas sobre otras experiencias revolucionarias, en otras partes del mundo, como la revolución China, que propuso que la vanguardia revolucionaria podía ser campesina. La emergencia de los países descolonizados de África y Asia que, junto a
América Latina, buscaban una vía diferente, no alineada, formando el bloque de los países del Tercer Mundo.
Entre sectores de los cristianos europeos se vio como posible y hasta necesario el diálogo entre marxismo y cristianismo, y el nacimiento de una izquierda cristiana o al menos progresista y abierta al diálogo con las propuestas del personalismo de Mounier. La ruptura de moldes también pasaba por la presencia creciente de mujeres en las universidades y la lectura de Simone de Beauvoir, aunque con poco impacto, fue sentando las bases para el feminismo que despuntó más tarde.
Lo que en Europa era una fiesta, en América Latina se convirtió en tragedia. Por un lado, la revolución cubana mostró la lucha armada como una vía para buscar cambios políticos, que unida a la corrupción de líderes políticos tradicionales, el cierre de opciones políticas para el libre juego democrático, o el establecimiento de dictaduras, llevó a que surgieran una disparidad de organizaciones armadas. Cabe mencionar que, aunque estas nunca lograron ser la única, ni la opción preferida por la mayoría del estudiantado católico, las organizaciones armadas tuvieron mucho impacto, en especial por la entrada a las filas guerrilleras de Camilo Torres, sociólogo y capellán universitario, quien muere prontamente en 1966 (Bidegain 2016).
El viraje de la política norteamericana hacia América Latina, después del asesinato de Kennedy, desfiguró a la Alianza para el Progreso. De la reforma fiscal y agraria, se pasó a distribuir ayuda financiera, para comprar armamento y anticonceptivos junto con el impulso de campañas antinatales. A consecuencia de esta nueva política entonces, aumentó la ayuda financiera a los gobiernos latinoamericanos y el fortalecimiento del armamentismo de las fuerzas militares y policiales, con el propósito de frenar el temido avance comunista y empoderar militarmente a los estados que se inspiraban en la seguridad nacional, estableciendo dictaduras como lo hizo Brasil en 1964, Argentina en el 1968, luego vendrían Chile y Uruguay 1973.
Las movilizaciones y manifestaciones callejeras de los estudiantes fueron reprimidas con una violencia militar desmedida provocando masacres como las de la Plaza de las Tres Culturas – Tlatelolco- en Méjico, el asesinato de líderes estudiantiles, el encarcelamiento, la tortura, desaparición y exilio de la juventud estudiantil y de la clase media junto en los ‘70 desde Méjico hasta el Cono Sur, junto con otros sectores tradicionalmente reprimidos como los trabajadores urbanos y rurales.
En abril de 1968, en Melgar, Colombia, se reunió el Departamento de Misiones cuyo primer presidente fue Mons. Valencia Cano. Bajo su liderazgo, se hizo una revisión profunda del trabajo misionero hacia la promoción de las personas en las comunidades afro e indígenas para que se convirtieran en sujetos de sus propios proyectos y destino, en consonancia con el Concilio Vaticano II. Esto fue decisivo para la promoción humana de los pueblos indígenas y comunidades afrodescendientes.
A pedido del CELAM, Paulo VI convocó, el 28 de enero de 1968, la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano a realizarse en la ciudad de Medellín, entre el 26 de agosto y el 7 de septiembre del mismo año sobre “la presencia de la iglesia en la actual transformación de América Latina”. Infortunadamente, el evento se realizó sin la participación de uno de sus principales gestores, Mons. Larraín que murió trágicamente en un accidente automovilístico, al atravesarse una carreta en su camino en junio de 1966.
La preparación de la reunión se llevó adelante a través de un “Documento de Trabajo” preparado en Bogotá por la Secretaría General del CELAM, que fue enviado a todos los episcopados del continente, con un análisis sobre la situación y el compromiso de la Iglesia y los cristianos frente a esta realidad.
3. Las opciones de la Iglesia Latinoamericana de cara al Concilio Vaticano II
Dos opciones quiero recalcar : pobreza y sinodalidad. Fueron muchos los obispos que al regresar del Concilio aceptaron el desafío de vivir de manera sencilla y vendieron sus palacios episcopales para financiar proyectos de diversa índole para beneficio de los pobres y se fueron a vivir a casas humildes en barrios marginalizados de las periferias y otros decidieron vivir con total sencillez en una habitación de las casas donde funcionaba también el arzobispado.. Dejaron sus vestimentas y el uso de los ornamentos ostentosos, pero sobretodo, les dieron un gran giro a los proyectos pastorales (Beozzo 2015).
Al mismo tiempo, varios obispos vieron la necesidad de realizar sínodos diocesanos llamando a sacerdotes pero tambien religiosos/sas y al laicado a repensar a la luz de los documentos conciliares la misión de la iglesia en las condiciones históricas de cada lugar. Las pequeñas comunidades constituidas por todos los sectores del Pueblo de Dios, y las reuniones de asambleas diocesanas, propi
ciaron experiencias únicas de sinodalidad, que permitieron
aicado en comunión y participación (Dabezies, 2018). Experiencias que fueron fortalecidas por los documentos emanados de la reunión episcopal en Medellín.
La Iglesia de los pobres como concepto teológico fue retomada en América Latina en sus grandes Concilios de Medellín (1968) y Puebla (1979), lo cual ha sido ampliamente estudiado (Scatena 2008) y desarrollado por la teología latinoamericana.5 Pero quiero recalcar que la recepción no fue sólo teórica, sino vivencial. Por una parte, por el crecimiento exagerado de la migración campo-ciudad, que aunque había comenzado décadas atrás, en la década del 60 dejó al descubierto enormes barriadas no sólo de poblaciones pobres sino miserables, sin siquiera una mínima alfabetización. Debían pasar de un mundo agrario casi en el paleolítico, a convivir en ciudades modernas que exigían para cualquier labor estar medianamente alfabetizados. Apenas sobrevivían en una sociedad donde crecían barrios de opulencia y ellos eran cada vez más marginalizados. Allí ya desarrollaban su labor, diversos sectores eclesiales, como mencioné. Por eso, esta propuesta de construir una iglesia de los pobres tuvo en América Latina tanta aceptación y alentó a que se profundizara la labor que se venía desarrollando con las nuevas propuestas y reflexiones emanadas del Concilio. Muchos sacerdotes del clero secular y regulares, en la misma perspectiva, pidieron ser enviados a los barrios que, día a día, recibían a esos campesinos, a quienes el proceso de modernización y transformación agraria despedía de los campos y hacía que se hacinaran en las periferias urbanas. No pocos sacerdotes habían optado por la propuesta de “curas obreros” que vivían de sus salarios y se integraban a formas de trabajo que les permitía un contacto cotidiano y un conocimiento vivencial de estos migrantes campesinos . Allí establecían sus viviendas y fundaban nuevas parroquias a menudo acompañadas de comunidades de laicos o religiosos.
De igual manera, en distintas ciudades del continente, no pocas parejas de jóvenes profesionales formados en la Juventud Universitaria Católica, inspirados en la fe y búsqueda de justicia, resolvieron irse a vivir a los barrios populares junto y como los pobres. La idea y el espíritu era apoyar la formación de movimientos sociales en las barriadas y empoderar a los ciudadanos para que se organizaran y lucharan por derechos fundamentales que les eran conculcados como el trabajo, el techo, la educación, la salud, el transporte y todo tipo de servicios públicos.6 En algunos casos, cuando no fueron reprimidos por autoridades eclesiásticas o políticas, estos trabajos de promoción social florecieron y crearon ONGs (Organizaciones No Gubernamentales) al servicio de las comunidades. Posibilitaron el nacimiento de movimientos sociales exigiendo servicios básicos como agua potable o energía eléctrica, y a veces terminaron articulados con proyectos y grupos políticos diversos, incluidos revolucionarios (Bidegain, 2009).
5 Ampliamente conocido es el trabajo pionero de Gustavo Gutiérrez, Teología de la Liberación, (1971) quien indudablemente en sus diversas obras fue profundizando en este concepto fundamental. De la misma época los trabajos de Juan Luis Segundo, Teología abierta para el laicado adulto (1968-1972) y los de Lucio Gera que junto con Juan Carlos Scannone desarrollan la Teología del Pueblo y profundizan en la opción preferencial por los pobres y más recientemente, “la opción preferencial por los excluidos”.
Dentro de esta “ida al pueblo” como se decía, merece especial mención el proceso de vida inserta llevada a cabo por las comunidades religiosas femeninas. Un sector de ellas, pertenecientes a diversas comunidades, a la luz de las reflexiones emanadas del esfuerzo de regresar a las fuentes, a la búsqueda de lo esencial de sus carismas y vivir en profundidad Perfectae Caritatis, decidieron irse a vivir a los barrios populares con los pobres y como los pobres. Pasaron de vivir en sus ricas instituciones a depender de sus salarios, como maestras rurales o enfermeras en pequeños puestos de salud, como campesinas, obreras en fábricas, trabajadoras en diversos niveles de la producción.
Eligieron vivir entre los pobres, en barrios carentes de servicios públicos, no por amor a la pobreza o porque eso les ayudara a santificarse, sino como una manera de solidarse con el pobre, protestar contra la injusticia social y, sobretodo, porque estando cerca de ellos, podían saber cómo y en qué momento llevarles la buena nueva del evangelio, hablarles del amor de Dios y ayudarlos a organizarse para que salieran de la marginación social, política, cultural y religiosa en que vivían. Junto con la decisión de insertarse en la vida de los pobres estaba la de apoyar el trabajo pastoral y la misión de la Iglesia como lo habían solicitado los obispos en el Concilio y luego lo harían en Medellín. Por eso, establecer y acompañar las comunidades eclesiales de base fue la tarea pastoral más importante de estas mujeres religiosas. Desde allí preparaban a las comunidades para vivir su experiencia de fe y descubrir la presencia de Dios a la par de luchar por los derechos que les eran negados.
Los estudiantes católicos no eran ajenos a toda esta situación: vivían en ella y, comprometidos con ella, trataban de dar testimonio y hacer vida el mensaje evangélico.
Los organizados en los movimientos apostólicos de la Acción Católica especializada, JEC y JUC, contaban con un secretariado latinoamericano que, por medio de publicaciones periódicas, establecieron importantes conversaciones sobre los aspectos de la realidad social, política, cultural y eclesial de los movimientos estudiantiles. Estas publicaciones, distribuidas por el continente y elaboradas por ellos mismos o por los asesores eclesiásticos, analizaban sus experiencias de fe en medio de tal realidad, al igual que difundían reportes sobre reuniones y congresos, con propuestas metodológicas y reflexiones teológicas, que les permitía profundizar en la fe y entender el contexto en el que vivían. A la profusión de publicaciones, por y para los estudiantes, que llegaba a muchos otros sectores del ambiente cristiano latinoamericano, se sumaba la articulación con el equipo de profesionales e intelectuales reunidos en torno a la publicación de la Revista Víspera. Así, medio de la red de los movimientos, la Revista Víspera hacía presencia en toda la región con gran impacto en el conjunto eclesial; este trabajo contaba con un fuerte respaldo institucional y financiero, con un diálogo fluido, no sólo entre autoridades locales, sino con el CELAM a través de sus departamentos. El diálogo con estudiantes e intelectuales de iglesias protestantes históricas era también fluido, fortaleciendo el ecumenismo, sobre todo con el Movimiento de Estudiantes Cristianos (MEC) el grupo Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL) y la revista Cristianismo y Sociedad.
Pero también hay que mencionar que existieron obispos, sacerdotes y religiosos, religiosas y laicado que prefirieron continuar con el proyecto de la Iglesia de Cristiandad, propuesto antes del Concilio, que les parecía una mejor opción así fuera para conservar el espacio social que la Iglesia tenía en cada estado nación. El documento tuvo resistencias entre sectores del episcopado colombiano que prepararon un contradocumento que fue el inicio de la muestra de las tensiones en el seno de la Iglesia. En Colombia, Venezuela y, al principio, en Centroamérica y el Caribe les resultó difícil apropiarse del discurso del Concilio. De hecho, ya en el mismo Concilio, algunos obispos colombianos habían manifestado su desacuerdo con algunos puntos y el director de Catolicismo, al editorializar que era un deber aplicar inmediatamente las decisiones conciliares, fue despedido. Al comenzar la reunión, los obispos colombianos presentaron un documento llamado Documento mayoritario del episcopado colombiano, que, utilizando la retórica tradicional, comienza aceptando los graves problemas que se denuncian en el documento preparatorio. Sin embargo, luego dicen que no les parecía oportuno privilegiar una visión tan pesimista. Según su contradocumento, enfocarse en las dificultades del continente, como en la inequitativa distribución del ingreso, podía malograr las posibilidades de la región, además de resultar peligroso porque podía estimular la discordia. Por lo tanto, advierten que sería mejor centrarse en la caridad, que era el factor esencial en la tarea social y en la búsqueda de armonía entre las clases. El Documento terminaba sin reconocer ninguna responsabilidad de los dirigentes políticos, del sistema económico imperante, o de la iglesia. Por el contrario, concluía exaltando los innumerables aportes de la Iglesia a los diferentes pueblos de la región (Arias 1987). Sin muchas consecuencias inmediatas, el documento fue desechado, porque se solicitó que lo firmaran para pasarlo a votación y nadie quiso firmarlo. La reunión se realizó como estaba previsto, usando el documento de consulta enviado por el CELAM.
Como dice Carriquiri: “No hubo en Medellín cuestionamiento alguno a la doctrina, la institución y a autoridad de la Iglesia. (…) En efecto, en Medellín emergen vigorosamente dos temas mayores: el de los pobres y el de la liberación” (Carriquiri 2005). Se centra en la realidad latinoamericana, con todos sus dolores, pero también sus esperanzas, buscando ser coherente con esa búsqueda de lo propio, esa autoconciencia característica de la época y que permitió que el mensaje de Medellín fuera apropiado por la gente y mantuviera vigencia hasta nuestros días. El primer documento se centró en la situación de miseria que, vivida colectivamente, es una injusticia que clama al cielo, y que, establecida en estructuras injustas, generan una violencia institucionalizada que atenta contra la paz. Se dirige a los pobres y hace un llamado a toda la iglesia para que se acerque a ellos y en ellos encuentre a Dios.
Los constructores de la “iglesia de los pobres” pasaron de hacer de los pobres el centro de sus obras de misericordia a convertirlos en sujetos de la transformación social por amor y fidelidad al mensaje evangélico, empoderándolos para que ellos mismos fueran agentes de su propio proyecto histórico. Si bien el camino fue indicado por el propio Concilio, se produjeron contradicciones e inmediatamente no fue bien acogido por los poderosos, que vieron en esta pastoral una semilla de liberación popular.
4) La persecusión a la Iglesia de los pobres.
Sabido es que Nelson Rockefeller en su reporte Informe Rockefeller de agosto del 69, además de darle un espaldarazo a los gobiernos dictatoriales en América Latina, y recomendar el fortalecimiento de las fuerzas armadas mediante el entrenamiento y la venta de armamento a los estados latinoamericanos, señaló a la juventud y la Iglesia como vulnerables a la penetración subversiva. Hasta ahora se consideraba que, por este comentario de Rockefeller, era quien primero había llamado la atención de la dirigencia norteamericana y la alarma internacional, sobre la supuesta infiltración marxista en la Iglesia y entre la juventud.
Sin embargo, la documentación que manejamos nos muestra que independientemente de la información y atención con que las autoridades estadounidenses hacían su labor de inteligencia, en realidad fueron los latinoamericanos quienes prendieron las alarmas y crearon el imaginario de que toda la Iglesia latinoamericana estaba infiltrada por el marxismo.
El presidente Carlos Lleras Restrepo, quien recibió a Paulo VI en Bogotá el 22 de agosto de 1968, visitó al presidente Richard Nixon en la Casa Blanca el 13 de junio de 1969, acompañado del Canciller Alfonso López Michelsen, el embajador Misael Pastrana y Rodrigo Botero, secretario privado del Presidente. En esta visita de estado, Lleras Restrepo denunció a la Iglesia Latinoamericana. Cuando fue a despedirse al final de su visita oficial, fue interrogado por el presidente Nixon sobre un comentario realizado el día anterior sobre que la iglesia latinoamericana era fuente de una de las dos tendencias radicales en el continente.
El presidente Lleras dijo que muchos de los obispos y sacerdotes en varios países se habían involucrado en asuntos universitarios, laborales y estudiantiles, utilizando los mismos lemas y conceptos que los marxistas. Por lo tanto, hablaban de “imperialismo”, “explotación capitalista”. La mayoría de ellos eran de buenas intenciones, muchos de ellos difusos y vagos en sus análisis, y todos ellos perturbados por los signos visibles de la pobreza y los agravios sociales. Él pensaba que muchos de estos clérigos radicales estaban influenciados por los marxistas. (…) El presidente Lleras observó que algunos de los misioneros extranjeros, por ejemplo, algunos de los sacerdotes de Maryknoll, habían tomado este tipo de línea revolucionaria. (…)
El presidente Nixon dijo que le gustaría que la misión Rockerfeller informara sobre la Iglesia y el papel que esta desempeña en América Latina. También le pidió al Sr. Meyer que preparara un análisis cuidadoso de los hechos para él, y particularmente qué es lo que parece haber causado que partes de la Iglesia se radicalizaran. A él le gustaría que esto incluyera informes de nuestras varias misiones. (Casa Blanca 1969, 1-2)
En LACIIR, hemos empezado a hacer seguimiento a estos voluminosos informes que, de acuerdo a lo solicitado por Nixon, fueron enviados por las misiones al Departamento de Estado y que deben ser estudiados. Sonia Scheuren Acevedo, (2016) hizo un barrido general sobre la documentación, enviada desde diversas misiones, sobre la persecución a la teología de la liberación y Sigifredo Romero (2014) se focalizó en el caso del seguimiento realizado a Dom Helder Cámara.
La prensa norteamericana y luego la latinoamericana, sin mucha investigación, no demoraron en lanzar titulares acusando a los “Obispos Rojos” en cada uno de los países, como lo muestran varios capítulos de este libro, generando una gran confusión y conflictos en la sociedad y en la iglesia. Buscaban, así, el descrédito de la iglesia y generar contradicciones y molestias entre sectores de las mismas diócesis, mientras que los obispos, alarmados, no siempre atinaban a tener claridad de lo sucedido. Las élites latinoamericanas, acostumbradas a oír el mensaje de una iglesia que solía apoyar el statu quo, ahora quedan consternadas al constatar que la institución religiosa defendía los derechos de todos y particularmente los derechos de los pobres. Se produjeron, entonces, muchas tensiones porque los acusadores de izquierda y de derecha buscaban sacar partido de la situación. Todos manejaban medias verdades y las campañas de difamación eran continuas contra miembros de la iglesia. En Ecuador la policía buscaba a un Señor Medellín que, aunque resulte graciosa la anécdota muestra la falta de investigación y seriedad con que trabajaban las fuerzas represivas. En el mismo Ecuador, como se narra en el capítulo 17, un grupo de obispos invitados a su diócesis, por Mons. Proaño, fueron detenidos por más de veinticuatro horas. De una manera u otra, a muchos obispos los convirtieron en el blanco de acusaciones y persecuciones que muchas veces terminaron en el destierro, la prisión, la tortura y el martirio de ellos y de muchísimos hombres del clero, religiosos y laicos y muchísimas mujeres religiosas y laicas.
Grandes figuras episcopales que habían participado en el Concilio, firmando el Pacto de las Catacumbas, sufrieron también la represión y hasta el martirio, como Mons. Angelelli de Argentina o el exilio como Mons. Mendiharat de Uruguay. Desgraciadamente, las autoridades eclesiales defensoras de un modelo de iglesia de cristiandad muchas veces consintieron estos atropellos y las instancias de poder reprimieron estas experiencias de construcción de la “iglesia de los pobres”. Es muy sorprendente que, de este pequeño universo de veintiún obispos que finalmente quedaron en este libro, cuatro encontraron la muerte en accidentes y dos tuvieron que dejar sus diócesis.
En el ámbito eclesial, se manifestaron diversas tendencias o corrientes y se radicalizaron las posiciones, sin mucho debate interno, que fueron creando tensiones que duraron por muchos años. Por un lado, se cristalizó un grupo conservador que rechazó el Concilio y Medellín, o gran parte de lo que en estas altas instancias oficiales de la Iglesia se proponía. Lo conformaban algunos obispos, clero y laicos. En el otro extremo, estaban pequeños grupos conformados mayormente por laicos, pero también algunos clérigos y religiosos, que se declararon pro-marxistas, y terminaron creando o afiliándose a partidos políticos. En medio, los llamados “liberacionistas”, que influenciaron y eran influenciados por la teología de la liberación, aceptando el uso de conceptos marxistas en sus análisis, pero sin participar necesariamente de partidos o grupos revolucionarios. Otro sector era el progresista moderado, defensor de los derechos humanos y que aceptaba las propuestas conciliares y de las conferencias episcopales teóricamente, pero no lograba avanzar en la práctica porque temían concretar reformas que los sacaran de su espacio de confort.
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