La Compañía de Jesús y la migración: cinco siglos de historia

José Luis González Miranda sj
Coordinador de la Red Jesuita con Migrantes (Guatemala)

En las últimas décadas la Compañía de Jesús ha desarrollado un importante apostolado con migrantes y refugiados. Una fecha importante puede ser la creación del Servicio Jesuita a Refugiados (JRS) por parte del P. Arrupe el 14 de noviembre de 1980, ante el drama de los refugiados vietnamitas que no eran recibidos por ningún país y vivían en pequeños barcos en el mar (boat people). Existe también en muchos países el Servicio Jesuita a Migrantes (SJM). En otras provincias jesuíticas se coordinan las obras apostólicas –no necesariamente “sociales”- como universidades, colegios, casas de retiros, parroquias y medios de comunicación, formando la Red Jesuita con Migrantes (RJM). Aunque muchas de esas obras tienen unos objetivos prioritarios que son educativos, espirituales y culturales, que pueden parecer ajenos a la migración, han descubierto que el creciente fenómeno de la movilidad humana -migración, refugio, desplazamiento forzado- afecta al rendimiento académico de los alumnos, la deserción escolar, la salud emocional de las familias, la mentalidad respecto al modo de entender la historia de la humanidad hacia «una sola familia humana» o bien hacia un estancamiento cerrado de las culturas, y por lo tanto afecta también la manera de entender nuestra fe cristiana. 

De entrada, hay que señalar que de esas diferentes maneras (SJM, JRS, RJM) estamos hoy presentes en más de 50 países en el apostolado con migrantes. En América Latina, la RJM-LAC atiende a las personas migrantes en un acompañamiento transfronterizo (atención humanitaria, pastoral, legal y psicosocial), y se acompaña también a los familiares de migrantes que quedan en sus países de origen. Todo ello es lo que llamamos dimensión socio-pastoral. Pero existen otras dos dimensiones que también son propias del carisma ignaciano para que nuestra acción no se quede en el asistencialismo. La dimensión de investigación coordina profesionales de diversas universidades en estudios de las causas, los contextos, las políticas y las estructuras que explican que el fenómeno migratorio esté hoy en primera plana en todos los países. En tercer lugar, la dimensión político-organizativa intenta hacer incidencia en leyes y políticas que faciliten tanto el derecho a migrar como el derecho a no migrar. No son contradictorios. El Mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial del Migrante de este año (2023) insiste en la necesidad de garantizar la libertad de migrar o de quedarse. Estas tres dimensiones las propuso el jesuita venezolano Raúl González Fabre en lo que se llamó «documento inspiracional» de noviembre de 1999, elaborado a petición de los provinciales de América Latina. Es un documento profético en muchos aspectos sobre cómo podría evolucionar el fenómeno migratorio. González Fabre, hoy en la Universidad de Comillas, insistía ya entonces en la necesidad de que las tres dimensiones no trabajaran por separado. 

Si antes dijimos que el modo de entender las migraciones afecta a nuestra fe cristiana, es porque así ha sido desde el inicio del cristianismo. Escribo esto en el día de Pentecostés del año 2023. En Pentecostés, el Espíritu Santo –cuya característica es la movilidad porque «nadie sabe de dónde viene ni a donde va» (Jn 3,8)- se expresó como una explosión de fraternidad e interculturalidad. Pero hoy crecen en la Iglesia los sectores que quisieran una Iglesia cerrada parecida a la que proponía el sector judaizante del primer concilio, el de Jerusalén. «Israel primero» fue una consigna semejante a «América primero» o «La France aux Français!». Un arzobispo de Estados Unidos, de origen mexicano, nos contaba en una ocasión cómo algunos de sus feligreses le recriminaban: «usted no debería de ser obispo nuestro, debería de ser obispo en su país». Y los que le reprendían eran nietos de irlandeses y polacos. Por eso, es importante que reflexionemos sobre la tradición jesuita respecto a la migración y la interculturalidad, porque está en la línea de lo que supuso la vida religiosa en la historia de la Iglesia: comunidades misioneras e interculturales que superaban fronteras. Dos ejemplos: San Antonio de Padua nació en Lisboa, se fue al norte de África, de allí a Sicilia y a Asís, donde conoció a San Francisco y éste lo envió a Francia para terminar luego sus días en Padua. En cada uno de esos lugares se hablaba una lengua diferente y sin embargo dejó siempre fama de buen predicador porque mostraba amor a las gentes del lugar. El segundo ejemplo es de casi dos siglos antes que San Antonio: San Anselmo de Canterbury nació en el Piamonte, fue abad en un monasterio de Normandía y acabó siendo obispo en Inglaterra. Uno franciscano y el otro benedictino. Ni el primero era de Padua ni el segundo de Canterbury. Pero se integraron tanto al lugar de residencia que les quedó para siempre el lugar de adopción ligado a su nombre. 

Casos parecidos veremos entre jesuitas. Presentamos a continuación los antecedentes históricos de este apostolado intercultural, que no solo busca atender migrantes sino proponer, a través de la investigación y la incidencia, un mundo más fraterno, sin muros, pero en la línea de una fraternidad universal. Los nacionalismos cerrados también proponen la fraternidad, pero excluyente. Fratelli de Italia, por ejemplo, es el nombre del partido que gobierna hoy Italia con una propuesta anti-inmigrante. La clave está en saber hasta dónde una sociedad es capaz de acoger integrando y no de acoger marginando, como repetidas veces ha expresado el papa Francisco, hijo y nieto de migrantes. 

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IDENTIDAD JESUITA: MIGRANTE E INTERCULTURAL

El grupo de amigos de San Ignacio era un grupo intercultural. Algunos, incluso, eran originarios de países que estaban en guerra entre sí en ese siglo XVI. Ignacio y Javier pertenecían a familias vascas enfrentadas, aliadas unas a Castilla y otras a Francia. La bala de cañón en la muralla de Pamplona representaba no solo una herida para San Ignacio sino una herida de la fraternidad, como muchos muros y balas de hoy que intentan proteger una fraternidad cerrada a costa de tantas heridas a la humanidad. Para su familia de Loyola, una derrota así significaba también físicamente la destrucción de muros: el rey mandó derribar parte de la casa-torre de Loyola como castigo. Y sin embargo, Ignacio y Javier, extranjeros en Paris, convivieron varios años en la misma habitación de estudiantes con el saboyano Pedro Fabro. 

El mismo Ignacio se identifica como peregrino en su autobiografía dictada a su secretario, el portugués Luis Gonçalves da Câmara. Ignacio recorrió Europa «solo y a pie», y llegó a muchos países como extranjero, a veces por su necesidad económica (Rouen) o de estudios (Paris), otras veces huyendo de la persecución (salidas de Salamanca y de Alcalá), o movido por su fe (Jerusalén, Roma). Es decir, experimentó la migración y el refugio, y convirtió su vida en una peregrinación con los mismos riesgos de un migrante: asaltos, tormentas en el mar, acusaciones de delitos falsos, pidiendo limosna en la calle, etc. San Ignacio, igual que Jesús, «no tenía donde reclinar su cabeza» y por eso pedía dormir en los hospitales, lugares que entonces servían lo mismo para albergar peregrinos que para hospedar enfermos. Hoy se llamarían «casas del migrante» o albergues en vez de hospitales. En Alcalá, estuvo en el hospital de Antezana, en París, en el hospital de Saint Jacques, y en Azpeitia, también vivió en un hospital, el de la Magdalena, ayudando a que funcionara con orden y sostenibilidad. ¹

Los primeros jesuitas también caminaban como migrantes y se hospedaban en hospitales. Cuando los primeros compañeros de Ignacio salieron de Paris a Venecia, llegaron 54 días después tras recorrer 1500 kilómetros de distancia. En las instrucciones que Ignacio da a Laínez y Salmerón, enviados como teólogos al Concilio de Trento, les pide que atiendan en los hospitales. El camino y el albergue son dos imágenes muy presentes en el inicio de la Compañía de Jesús, hasta el punto de que el nombre de «Compañía» le fue sugerido a Ignacio en la visión de La Storta, una capilla con forma de casa junto a un camino: el camino que le llevaba a Roma. Laínez, que acompañaba a Ignacio en ese momento junto con Pedro Fabro, lo cuenta uniendo en el relato dos verbos que son clave en el apostolado con migrantes: servir y acompañar

«Luego, otra vez, dijo que le parecía ver a Cristo con la cruz sobre los hombros, y el Padre Eterno cercano que le decía: “Yo quiero que Tú tomes éste por tu siervo”. Y así, Jesús se lo tomaba, diciendo: “Yo quiero que tú nos sirvas”. Y por eso, recibiendo gran devoción a este santísimo nombre, quiso denominar la Congregación: la Compañía de Jesús»²

La identidad de peregrino de Ignacio se transmitió a la Compañía. Los primeros jesuitas que llegaron a México en 1572 se hospedaron en el Hospital del Jesús, que todavía existe, dos cuadras al sur del zócalo. La experiencia de ser transeúntes sin techo fue elegida conscientemente, frente a las ofertas de destacadas familias de alojarlos en sus casas. De hecho, atrasaron su llegada al saber que les estaban esperando con arcos y honores, y llegaron de noche atravesando el lago en canoas. 

En muchas ocasiones, esta identidad de exiliados tuvo un sentido muy real. En cinco siglos de historia los jesuitas sufrieron el exilio en numerosos momentos. Es necesario precisar la diferencia entre migrante y refugiado para señalar también la identidad de muchos jesuitas con la condición de refugiado o exiliado. El migrante puede regresar a su país. El refugiado no, porque huye de una situación de amenaza contra su integridad. En 1767, con la expulsión de los jesuitas de los territorios de la corona española (España y las Indias) 2641 jesuitas salieron de España y 2630 de las Indias. En muchos puertos por donde pasaban pidiendo ayuda no les dejaron salir de los barcos, como a los boat people que conoció Arrupe en Asia. Murieron muchos por enfermedad y desnutrición.  Pocos años antes, habían sido expulsados unos 1700 jesuitas de los territorios de Portugal (1759) y otro gran grupo de Francia (1762), bajo acusaciones falsas de instigar atentados o motines. El mexicano Francisco Javier Clavijero y el guatemalteco Rafael Landívar fueron víctimas de la expulsión de los jesuitas de los territorios españoles y vivieron exiliados en Bolonia, donde murieron con seis años de diferencia. Landívar expresó la nostalgia del exiliado en su obra Rusticatio mexicana donde describe su ciudad natal, Antigua Guatemala, arrasada por los terremotos de 1773. El amor a la patria no está reñido necesariamente con la conciencia universal de fraternidad humana. 

¹  Fueron cuatro meses, de abril a julio de 1535, los que vivió Ignacio en ese hospital que era más bien para mendigos y personas sin techo, a diferencia de otro que había en Azpeitia para enfermos, el hospital de San Martin. En la planta baja, el hospital de la Magdalena acogía enfermos de lepra, y en la planta alta acogía a transeúntes, pero en los meses en que San Ignacio estuvo ahí no hubo enfermos de lepra.  
²  Citado por Luis de Diego, «Vio tan claramente que Dios lo ponía con su Hijo...»La visión de La Storta en la vida de san Ignacio y en la espiritualidad ignaciana, Grupo Comunicación Loyola, Revista Manresa, vol. 84 (2012), p. 321. 

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En el siglo XIX, fueron expulsados repetidas veces los jesuitas de diferentes países, perseguidos por los liberales. Pero el éxodo fue fecundo porque iban fundando apostolados por donde pasaban, igual que en los Hechos de los Apóstoles se muestra a los primeros cristianos perseguidos en Jerusalén y fundando comunidades en su huida por Samaria, Damasco y Antioquía. En Centroamérica, la Compañía fue refundada en varias ocasiones por jesuitas migrantes y refugiados: en 1843 por dos capellanes jesuitas en una expedición de emigrantes belgas en la costa atlántica de Guatemala; en 1851 por los jesuitas expulsados de Nueva Granada que fundan en la ciudad de Guatemala y de allí van a Nicaragua, El Salvador y Costa Rica; y en 1914 por jesuitas mexicanos perseguidos que fundan en Nicaragua y El Salvador. ³

Las comunidades jesuitas eran comunidades interculturales. En las reducciones del Paraguay abundaban los jesuitas alemanes e italianos. En Centroamérica, en el primer periodo de presencia hasta la expulsión, unos 150 años, trabajaron más de 600 jesuitas originarios de España, Italia, Alemania y Flandes, conviviendo con jesuitas centroamericanos, mexicanos, colombianos, ecuatorianos y peruanos. ⁴ Esa convivencia no está exenta de conflictos, pero supone una avanzadilla de un mundo sin fronteras que se inició en Pentecostés. Así lo afirmó Juan Pablo II: «los migrantes son la avanzadilla de los pueblos en camino hacia la fraternidad universal» (Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, 1987). 

HOSPITALIDAD EN LOS APOSTOLADOS

De la misma manera que cuando se estudia la migración en la Biblia hay que distinguir entre la identidad de extranjero del pueblo de Israel y la hospitalidad que se refleja en las llamadas leyes hacia el forastero (en Éxodo, Deuteronomio y Levítico), también en los inicios de la Compañía de Jesús existió, además de la identidad migrante, la acción hospitalaria como apostolado de acogida que seguía la tradición de la Iglesia. 

Es necesario recordar que San Ignacio fundó en Roma una casa para víctimas de trata, la casa-albergue Santa Marta, para sacar a mujeres de la prostitución. ¿No serían hoy consideradas víctimas de trata? Fue una obra social de asistencia. El carisma jesuita no debe de escudarse en que nuestro apostolado debe de ir solo a soluciones estructurales y no asistenciales. Si no tenemos los pies en la tierra, si no atendemos casos reales, si no nos dejamos afectar por el acompañamiento directo, no haremos una labor eficaz en las causas y políticas. Es cierto que nuestros apostolados deben de ser multiplicadores, pero eso no significa que sean desencarnados. San Ignacio nos enseña que si hay que elegir entre hacer obras o hacer personas, se elige hacer personas que hagan obras, porque es más universal. Él se dedicó en Roma a hacer personas (noviciados, colegios, Ejercicios espirituales) que hicieran obras (misiones), pero levantando también obras de cercanía con personas concretas a las que servir, como la casa Santa Marta. En la mística jesuítica es importante la formación para que se multipliquen las obras buenas, pero desde la experiencia y el testimonio que nos exige la espiritualidad de encarnación. En los Ejercicios Espirituales, la contemplación de la encarnación no se queda en la visión del mundo desde la Trinidad. Hay que bajar a los pesebres que el mundo rechaza cuando no permite posada para los pobres.

³ Jesús M. Sariego, «Evangelizar y educar: los jesuitas de la Centroamérica colonial», Revista ECA (Estudios Centroamericanos),
⁴ Volumen 65, Número 723, enero-diciembre 2010, p. 11. 
 Ib. p. 13.

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Ya hemos señalado que los hospitales, durante muchos siglos, no eran solo un lugar para enfermos sino también para peregrinos, forasteros y mendigos. Eran para todo aquel que no tuviera un techo. Si antes dijimos que los jesuitas solían hospedarse en hospitales, ahora toca recordar que también fundaron este tipo de albergues. El mismo Pedro Fabro, en su acompañamiento a las personas, se preocupaba no solo de lo espiritual sino de sus necesidades, llegando a fundar en Maguncia un refugio para peregrinos, lo que hoy llamaríamos una casa del migrante.⁵ En Panamá, en enero de 1568, la primera expedición jesuita logró «que se fundara un  hospital  en  Nombre  de  Dios  para  tantos  enfermos, transeúntes y sin hogar como recorrían  el  camino  desde  Europa  hacia  América  del  Sur  atravesando  Panamá». ⁶

Esa hospitalidad se reanudó con el Servicio Jesuita a Refugiados que en los años 80 atendió a refugiados salvadoreños en Centroamérica, y a refugiados guatemaltecos en Campeche. En 1981, se fundó el Centro Astalli en Roma para servir a refugiados. El «servir» es continuación de lo que Jesús hacía, inclinándose hacia los descartados para atender sus necesidades desde la cercanía, ya que él no vino a ser servido sino a servir (Mt 20, 28). Pero también es un servicio el denunciar que los poderosos oprimen a los pueblos (Mt 20, 25) y anunciar que no debe ser así entre cristianos. Atención, acompañamiento e incidencia son aspectos de este servicio. 

En 1994 la Compañía de Jesús, en su Congregación General 34, viendo la condición inhumana de los refugiados, pidió a todas las Provincias que apoyaran de todas las maneras posibles el Servicio Jesuita a Refugiados (CG 34, d.3, n.16). En el año 2003, el P. Kolvenbach extendió el llamamiento –hasta entonces centrado en los refugiados- a los migrantes, y se conformó desde ese momento como una de las cinco prioridades apostólicas de la Compañía universal: «acudir en ayuda de los numerosos emigrantes, según las necesidades que se presentan en los diversos continentes» (Carta del P. General, Peter Hans Kolvenbach 2003/1 del 1 de enero de 2003). En el año 2008, la Congregación General 35 volvió a confirmar esta prioridad apostólica: 

«Desde que el P. Arrupe llamó la atención de la Compañía sobre el clamor de los refugiados, el fenómeno de la migración forzada por diferentes razones se ha incrementado dramáticamente. Estos grandes movimientos de población han creado gran sufrimiento a millones de personas. Por eso, esta Congregación reafirma que la atención a las necesidades de los migrantes, incluidos los refugiados, los desplazados internos y las víctimas del tráfico de personas, continúa siendo una preferencia apostólica de la Compañía. Además, reafirmamos que el Servicio Jesuita de Refugiados continúe con su actual estatuto y orientación» (Congregación General 35, d.3, n. 39 v). 

⁵ «El celo apostólico de Fabro no se limitó al campo estrictamente espiritual, sino que se extendió también, en cuanto estuvo en sus manos, a remediar en lo posible las necesidades corporales. De ahí que fundara con rentas fijas, en Maguncia, un hogar para los “migrantes”, como los llamaríamos hoy (…) en los que a través de sus llagas y dolencias descubría la presencia de Cristo, y al servirlos a ellos sentía que estaba sirviendo al mismo Cristo». Francisco Migoya, La apasionante aventura de Pedro Fabro. Buena Prensa, México, 2005, p. 98. 
⁶ Jesús M. Sariego, op. cit. p. 14. 

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La Congregación General 36, realizada en el año 2016, acierta a posicionar el tema de la migración dentro de un horizonte de reconciliación de la familia humana: 

«31. Todos nuestros ministerios deben buscar construir puentes, para promover la paz. Para lograrlo tenemos que alcanzar una comprensión más profunda del misterio del mal en el mundo y del poder transformador de la misericordiosa mirada de Dios que trabaja por hacer de la humanidad una familia reconciliada y en paz. Con Cristo, estamos llamados a estar cercanos a toda la humanidad crucificada. Junto a los pobres podemos contribuir a crear una familia humana a través de la lucha por la justicia. Quienes tienen cubiertas todas las necesidades y viven lejos de la pobreza también necesitan el mensaje de esperanza y reconciliación, que los libera del miedo a los migrantes y los refugiados, a los excluidos y a los que son diferentes, para abrirse a la hospitalidad y a la paz con los enemigos» (Congregación general 36, d. 1. n. 31).

Actualmente, el apostolado con migrantes y refugiados está dentro de las Preferencias Apostólicas Universales de la Compañía de Jesús para esta década. No solo porque se trata de «caminar junto a los pobres, los descartados del mundo, los vulnerados en su dignidad en una misión de reconciliación y justicia» (segunda PAU), sino porque muchos de ellos son jóvenes («acompañar a los jóvenes en la creación de un futuro esperanzador», tercera PAU), otros huyen como migrantes por el clima («colaborar en el cuidado de la Casa Común», cuarta PAU), y como peregrinos que somos todos debemos de «mostrar el camino hacia Dios» (primera PAU). Por lo tanto, no se trata solo de ofrecer hospitalidad sino de buscar un nuevo mundo más fraterno. 

FRATERNIDAD COMO HORIZONTE

Uno de los signos de esta fraternidad es el estudio de la las lenguas que caracterizó a los misioneros a lo largo de la historia, y especialmente a los jesuitas. En 1579, el P. Mercuriano, General de la Compañía, exigió que no se admitiera al sacerdocio a los que no supieran alguna lengua indígena, orden confirmada por su sucesor, el P. Acquaviva. La interculturalidad es una forma de vivir la fraternidad. No significa una simple tolerancia a la diversidad cultural. El simple multiculturalismo no es fraternidad, pues pueden existir varias culturas en un mismo lugar pero sin interacción entre ellas y sin mezclarse. La interculturalidad es algo más, pues supone una visión positiva del «otro» y un esfuerzo por avanzar juntos hacia nuevas síntesis culturales en el camino de la fraternidad universal. En este campo hay que señalar ejemplos prominentes de jesuitas que hicieron grandes esfuerzos por conocer la lengua y la cultura de otros pueblos, superando prejuicios y fronteras mentales, e incluso dando su vida por esos pueblos. Desde Roque González, uno de los primeros mártires de las Reducciones de Paraguay, hasta el Hermano Vicente Cañas, asesinado en el Mato Grosso de Brasil en 1987.

San Francisco Javier, José de Anchieta o Pedro Páez fueron jesuitas capaces no solo de realizar numerosos viajes misioneros sino de cambiar su mentalidad con apertura al «otro», comenzando porque siendo españoles cambiaron su lengua por el portugués. Tal vez, los nombres más reconocidos sean los de Matteo Ricci en China (+1610) y Roberto de Nobili en la India (+1656). Ambos se inculturaron de tal manera (lengua, vestido, costumbres) que fueron criticados por las autoridades eclesiásticas de su época y alabados por los últimos papas. Pio XII rehabilitó a Ricci al permitir los ritos chinos en 1939. Juan Pablo II dijo de este misionero, abanderado de la amistad entre los pueblos: 

«El padre Matteo Ricci de tal modo se hizo "chino con los chinos" que se convirtió en un verdadero sinólogo, en el sentido cultural y espiritual más profundo del término, puesto que en su persona supo realizar una extraordinaria armonía interior entre el sacerdote y el estudioso, entre el católico y el orientalista, entre el italiano y el chino».

Por su parte, Benedicto XVI, alabando la inculturación de este jesuita, afirmó: 

«…lo que ha hecho original y -podríamos decir- profético su apostolado, fue seguramente la profunda simpatía que sentía por los chinos, por su historia, por sus culturas y tradiciones religiosas» ⁸

La noticia más reciente es que el Papa Francisco lo ha hecho venerable (17-12-2022). 

El momento actual en la Iglesia y en el mundo no es favorable a estos testimonios de fraternidad. Más bien, crece la idea de cerrar fronteras políticas y mentales ante el «otro», el extranjero, el diferente. Pero si Jesús inauguró esa fraternidad llamando hermano al forastero (Mt 25), los compañeros de Jesús no podemos sino expandir esa fraternidad que experimentaron jesuitas como Roque González, uno de los primeros mártires en las Reducciones de Paraguay. Fundó las reducciones de Concepción, Candelaria y Asunción, aprendió la lengua guaraní, comía como los indígenas, incluso pasando hambre en algunos momentos, y les enseñó a cultivar, criar animales, cantar y tocar instrumentos, construir en piedra y vivir de una manera diferente. Los guaraníes llevaban siglos peregrinando por entre los ríos en busca de la «tierra-sin-mal» y al conocer esas experiencias pedían al provincial que enviara más jesuitas y se hicieran nuevas reducciones, pues era la mejor defensa ante los bandeirantes esclavistas.

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Roque González y tantos otros jesuitas en la historia no hicieron más que cumplir con los tres verbos que el Servicio Jesuita a Refugiados tiene como divisa: defender, servir y acompañar. Los dos últimos verbos, como señalamos anteriormente, tienen su origen en la visión de La Storta donde San Ignacio veía el origen del nombre «Compañía” y de ahí la petición de “ser puestos con el Hijo”». 

Es de agradecer que, quinientos años después, en este apostolado con migrantes y refugiados podamos seguir reconociendo que Dios nos pone con su Hijo y con los crucificados y descartados de la historia. De ellos también se aprende, pues «acompañar» significa también recibir de ellos, como dice un admirable texto de la Congregación General 32: «Caminando paciente y humildemente con los pobres, aprenderemos en qué podemos ayudarles, después de haber aceptado primero recibir de ellos» (CG 32, d. 4, n 50). Este caminar paciente y humilde cobra aún más sentido en el acompañamiento a migrantes.