LA MUJER EN LA IGLESIA

Por Olga Consuelo Vélez Caro

La participación actual de la mujer en la vida de la Iglesia es un hecho innegable. Sin embargo, al igual que en la sociedad, la mujer ha tenido el estereotipo de estar destinada únicamente para “la procreación y los trabajos domésticos”. Esto ha impedido que muchas veces sea considerada “sujeto” de la vida eclesial. Por esta razón un breve recorrido histórico sobre la mujer en la Iglesia, nos permitirá identificar algunos desafíos actuales que tenemos en este campo.  

En el Nuevo Testamento encontramos testimonios de la presencia y participación de las mujeres en la misión de Jesús. Ellas aparecen como discípulas que acompañan a Jesús desde Galilea hasta el calvario (Lc 8, 1-3), se mantienen firmes al pie de la cruz (Jn 19,25) y son reconocidas como las primeras testigas de su Resurrección (Jn 20, 1-18). Es una participación totalmente nueva si consideramos la cultura patriarcal imperante en ese tiempo. 

La tradición paulina nos ofrece la posibilidad de rescatar el rol de las mujeres en los orígenes de la Iglesia. Desde el principio ellas son incorporadas a la Iglesia con el mismo rito que los varones: el bautismo1 (Hc 8, 12), perseveran en la oración con los discípulos (Hc 1, 14), participan de momentos decisivos para la vida eclesial como la elección de Matías2 (Hc 1, 15-26), son transmisoras de la fe (Hc 16, 1; Rom 16, 13, 2 Tim 1, 5), se les confían ministerios: profético (Hc 21, 9, 1 Cor 11,5), diaconal (Rom 16, 1), misionero (Rom 16,7), de enseñanza (Hc 18, 2.26; Rom 16, 3), de las viudas (1 Tim 5, 9-10). 

Esta participación originaria de la mujer en la Iglesia fue quedando en la sombra fruto, sin duda, de la cultura patriarcal y de la institucionalización de la Iglesia en los esquemas culturales de su tiempo. Sin embargo, siempre han existido mujeres que en diferentes momentos han sido protagonistas de cambios fundamentales en la vida eclesial. Bástenos recordar a Santa Teresa de Jesús4 y su legado espiritual en un contexto donde la mujer no tenía ninguna voz autorizada. 

A finales del Siglo XIX encontramos pronunciamientos eclesiales sobre la mujer que buscan rescatar su dignidad y defender sus derechos5. Sin embargo, mantienen la subordinación frente al varón y la limitan a su papel de madre y encargada de los oficios domésticos. Podemos señalar algunos ejemplos: “El marido es el jefe de la familia, y cabeza de la mujer, la cual, sin embargo, por ser carne de la carne y hueso de los huesos de aquél, se sujete y obedezca al marido, no a manera de esclava, sino como compañera; de suerte que su obediencia sea digna al par que honrosa.”  

Hay ciertos trabajos que no están bien a la mujer, nacida para las atenciones domésticas, las cuales atenciones son una grande salvaguarda del decoro propio de la mujer, y se ordenan naturalmente a la educación de la mujer y prosperidad de la familia..  

Esa visión de la mujer en sus roles de esposa y madre y en un papel subordinado continua en los inicios del Siglo XX8. Desafortunadamente algún texto llega a afirmar que la igualdad entre la mujer y el varón es algo antinatural:  

Todos los que empañan el brillo de la fidelidad y castidad conyugal, como maestros que son del error, echan por tierra también fácilmente la obediencia confiada y honesta que ha de tener la mujer a su esposo; (…) tal libertad falsa e igualdad antinatural de la mujer con el marido tórnase en daño de ésta misma, pues si la mujer desciende de la sede, verdaderamente regia a que el Evangelio la ha levantado dentro de los muros del hogar, bien pronto caerá en la servidumbre, muy real, aunque no parezca, de la antigüedad, y se verá reducida a un mero instrumento en manos del hombre, como acontecía entre los paganos.  

Es con Pío XII (1939-1958) que se abre en la Iglesia una nueva perspectiva sobre el trabajo de la mujer fuera del hogar10 y se le hace un llamado a la participación en la sociedad civil por medio del voto.  

Con Vaticano II el tema de la participación de la mujer entra a todos los niveles. En Gaudium et Spes 29 se rechaza toda discriminación por razón de sexo, raza o color. En el número 49 se afirma el reconocimiento de la misma dignidad personal tanto para el hombre como para la mujer. En el número 60 se estimula a la mujer para la participación en la vida cultural. El Decreto sobre el Apostolado de los Laicos se refiere a la importancia de la participación de las mujeres en el apostolado de la Iglesia. 

Puebla explicita más claramente la situación de la mujer. Reconoce su condición de doblemente oprimida y marginada (1135, nota 2, 837, 834, 577, 836, 838). Un dato importante para resaltar es que la Iglesia reconoce su omisión en la lucha por reivindicar los derechos de la mujer (839). 

Con respecto a la evangelización, Puebla reconoce que la Iglesia ha infravalorado a las mujeres y ha provocado una escasa participación suya a nivel de las iniciativas pastorales (839). Sin embargo, señala que la mujer debe contribuir eficazmente en la misión de la Iglesia no como recurso supletorio de la jerarquía sino como sujeto de pleno derecho y como parte de la comunidad eclesial tanto a nivel de coordinación pastoral como en la toma de decisiones, en la planificación y coordinación de las tareas (845). Puebla propone la posibilidad de confiar a las mujeres ministerios no ordenados (845). 

En el Sínodo sobre los Laicos de 1987 la cuestión de la mujer fue abordada especialmente en el nivel de la participación. Se afirma la necesidad del aporte de las mujeres en las consultas y elaboración de las decisiones. Respecto a la evangelización se dice que la mujer no sólo contribuya desde la catequesis y en el hogar, sino también por medio del estudio, la investigación y la docencia teológica.  

Juan Pablo II publicó dos documentos sobre la mujer: La Carta Apostólica Mulieris Dignitatem (1988) y La Carta Encíclica Carta a las mujeres (1995). En estos documentos se reconoce la liberación de la mujer como un signo de los tiempos al que es necesario responder. Más aún, frente al avance de la mujer en la sociedad civil donde está mostrando su capacidad de acceder a todos los campos, continúa siendo un desafío permanente ganar espacios de participación y responsabilidad en la comunidad eclesial. 

El Papa Francisco ha reconocido la posición subordinada de la mujer y no deja de invocar que se necesita darle mayor protagonismo y participación. Aunque en algunos temas no ha podido dar más avances, como la respuesta sobre el diaconado para las mujeres12, va dando algunos pasos como el nombramiento de cuatro mujeres como consultoras de la secretaria general del Sínodo de Obispos (24 de Mayo, 2019).  

Este panorama que hemos trazado a partir de estos documentos nos permiten concluir que aunque la Iglesia en algunos momentos ha mantenido una visión de la mujer en situación de inferioridad frente al varón, también ha reconocido y defendido su dignidad. Hoy en día tiene una conciencia más clara de su responsabilidad frente a este hecho y en sus últimos documentos el imperativo a una mayor participación es mucho más claro. 

Cabe anotar, sin embargo, que el papel que le corresponde a la mujer en la Iglesia no vendrá de las autoridades de la misma, en primera instancia. Ante todo, es la propia mujer la que tiene que ser protagonista de un cambio de mentalidad sobre ella misma: sentirse “sujeto” de la comunidad eclesial. La mujer ha de valorarse profundamente, confiar en las otras mujeres, aceptar la palabra dicha por ellas y colaborar en las decisiones que algunas tomen13. Es la mujer la que tiene que sentirse responsable de la misión confiada por Jesús a todos: varones y mujeres. 

Pero todo esto será imposible, entre otras cosas, sin una formación teológica que la capacite para decir una palabra autorizada. No se niega todo el servicio que desde multitud de ámbitos prestan las mujeres. Pero ésta solo podrá prestar un servicio verdaderamente cualificado y participar activamente en las esferas de decisión eclesial si su palabra está a la altura de la de los varones. La mujer confinada históricamente a recibir una teología hecha por clérigos y una formación espiritual desde la visión masculina, hoy está llamada a decir su palabra. 

A nivel pastoral y litúrgico toda la comunidad eclesial está llamada a buscar caminos de renovación y participación laical. En este sentido la mujer tiene una doble responsabilidad: como laica y como mujer. Es importante revisar el lenguaje excesivamente masculinizante cuando curiosamente la mayoría de los fieles son mujeres.  

Estos desafíos no son simplemente una respuesta al movimiento de promoción de la mujer en todos los ámbitos. En el ámbito eclesial se constituyen en una exigencia permanente. Mantener esquemas asimétricos generadores de injusticias sociales contra las mujeres constituye un escándalo y una contradicción con el imperativo evangélico. Esa situación merece una conversión definitiva. ¡Y las mujeres tenemos la responsabilidad de dar el primer paso!