Por Dr. María Teresa Morgan
Recuerdo que cuando pequeña, las Religiosas Teresianas nos desfilaban hacia unos bancos austeros para mostrarnos la película de Santa Juana de Arco, protagonizada por Ingrid Bergman.
Año tras año presentaban la misma película, y una y otra vez quedaba yo estupefacta y embelesada al presenciar la odisea de esta santa. En esos asientos duros y sin respaldar surgió mi mujerismo.
Allí nació también la interrogante del por qué este afán de quebrantar a nuestras mujeres, desatando la malicia, y hasta la violencia, contra ellas. Pienso en Santa Teresa de Jesús, ahora venerada, pero cuya acalorada defensa de la mujer, patente en veinte líneas censuradas del Camino de Perfección (edición del Escorial) refleja su experiencia de la disparidad impuesta sobre las mujeres por los eclesiásticos.
Santa Teresa, quien lamenta que “estamos acorraladas” como mujeres, a quien el Nuncio Sega tildó como “la monja andariega” y cuyas palabras en su lecho de muerte revelan la sombra amenazante de la Inquisición bajo la cual vivió: “Señor, te doy gracias que, al fin, muero hija de la Iglesia.” Pienso en Santa Juana de Arco, y en Margarita Porete, la autora de El Espejo de Almas Simples, ambas inmoladas en la hoguera de la Inquisición.
Y ¿qué decir de Sor Juana Inés de la Cruz, “La Décima Musa,” a quien se le confiscó su extensa biblioteca e instrumentos científicos y musicales, obligándola a firmar con sangre su último escrito, fichándose como “Yo, la peor de todas”? Considero también a Hipatia, la filósofa y matemática neoplatónica de Alejandría, descuartizada por una turbe manipulada por pugnas eclesiásticas.
En memoria de ellas y de tantas otras, al profesar la comunión de los santos, nos unimos a esa “nube invisible de testigos” (Heb.12:1) femeninos que sostienen y animan nuestro andar. De entre nuestras antepasadas en la fe deseo presentar en este artículo a Egeria, la peregrina, una mujer del cristianismo antiguo que desafió las normas de su tiempo, atreviéndose a seguir rumbos inusitados y legándonos así el primer relato de una viajera a tierra santa.
A pesar de los numerosos estudios que su figura engendra en la actualidad, la información sobre Egeria es parca y las teorías polémicas.
Estamos seguros de algunos datos, pero muchos quedan en el ámbito de lo probable dentro de la reconstrucción histórica.1 Su narrativa nos llega por primera vez a través de San Valerio, un abad leonés de la segunda mitad del siglo VII quien dirige a sus monjes la Epístola de beatissimae Etherie laude.
Valerio detalla que esta “santa” mujer se llamaba Egeria, siendo oriunda de Gallaecia, diócesis de Hispania, procedente del “extremo litoral del mar Océano occidental.” En el 381 nuestra heroína emprendió un viaje del noroeste de España a la Tierra Santa. Posteriormente Egeria se encubre en el silencio hasta que en 1884 Gian Francesco Gamurrini descubre accidentalmente una copia del manuscrito de Egeria en la biblioteca de Arezzo.
El diario está dividido en dos partes: la primera narra su recorrido por lugares santos, mientras que la segunda ofrece con curiosos detalles la más antigua y a la vez la única descripción que existe de las liturgias cristianas celebradas en tierras bíblicas durante el siglo IV.
1 El Itinerario de Egeria está accesible en la red. Los datos específicos encontrados en este párrafo y en los dos siguientes están compilados de Anne McGowan y Paul F. Bradshaw, The Pilgrimage of Egeria, A New Translation of the Itinerarium Egeria, with Introduction and Commentary (Collegeville: Liturgical Press, 2018) y del artículo de Rosa María Cid López, Egeria, peregrina y aventurera. Relato de un viaje a Tierra Santa en el siglo IV (Universidad de Oviedo, 2011).
El diario revela que Egeria convivía en comunidad con otras mujeres pues escribe con el propósito de relatar a sus compañeras su experiencia del peregrinaje.
Existe la cuestión de si este grupo era una orden monacal, pero las órdenes canónicas no existían en el occidente en aquel entonces y Egeria no menciona la necesidad de permisos de una superiora para emprender o continuar su viaje; toma decisiones por si misma y sigue su propia agenda, acomodando su rumbo según las oportunidades que se le presentan y el interés que en ella provocan.
Escribe en un latín vulgar cuya filología aproxima el desarrollo de las lenguas romances. Se considera que sus medios económicos son suficientemente holgados para abonar los gastos de su larga jornada.
Pero al mismo tiempo no proviene de una élite socioeconómica, pues depende de la hospitalidad de los monjes, se aloja en monasterios a través de su jornada, y no viaja en carruaje, si no a pie o montada en burros y camellos.
Su relato indica que era de cierta importancia: la acompaña una escolta militar a través de territorios peligrosos y es bienvenida por monjes y obispos durante su jornada. Su educación no es clásica pues no sabe griego y escribe en latín vulgar, sugiriendo que no pertenecía a la aristocracia.
Egeria tiene amplio conocimiento de las Sagradas Escrituras, mostrando que había planeado su viaje y probablemente traía consigo una traducción de la Biblia.
Deja evidente que es su amor a Dios y una curiosidad nacida de su lectura de la Biblia, la que la lleva en búsqueda de lugares sagrados “para hacer oración.”(Itin. Eger. 17, I) La energía y entusiasmo que relucen en sus descripciones indican que era mas bien joven.
El viaje de Egeria toma lugar entre el 381 y el 384. Debido a la pérdida de algunos folios del códice no conocemos su itinerario desde el noroeste de España hasta Egipto, y aun examinando el manuscrito que subsiste, se hace difícil enmarcar exactamente los territorios de su viaje.
Su diario comienza en el 383 cuando va a subir el Monte Sinaí, pero nos dice que llegó a Constantinopla en el 381 y se dirigió a Jerusalén, visitando Jericó, Nazaret y Cafarnaúm. Al ir de regreso a Egipto, se detuvo en Alejandría, Tebas, el mar Rojo, Antioquia, Edesa, Mesopotamia, Éufrates y Siria.
Después de tres años parte de nuevo a Jerusalén con el propósito de volver a su tierra. En este viaje visita a Tarso, Edesa, Siria y Mesopotamia, repitiendo su recorrido anterior. De ahí emprende su camino a Bitinia y Constantinopla y allí termina su diario. No sabemos si pudo regresar a su comunidad.
La última anotación expresa su deseo de seguir viajando para visitar a Éfeso antes de volver a Gallaecia y termina en una nota sombría, quizás indicando el presentimiento de su muerte:
“Desde este lugar, dueñas mías y luz de mi vida,… ya tenía el propósito de ir en nombre de Cristo nuestro Dios a Éfeso, en Asia, para orar en el sepulcro del santo y bienaventurado apóstol Juan.
Si después de esto, estaré viva, y si además podré conocer otros lugares, lo referiré a vuestra caridad; o yo misma presente … Entretanto, señoras mías y luz de mi vida, dignaos acordaros de mi, sea que esté viva, sea que haya muerto.” (Itin. Egeria, 23:10)
El diario de Egeria revela matices fascinantes de su persona, al igual que refleja su audacia frente a las restricciones de algunos aspectos del cristianismo del siglo IV.
Las palabras tiernas y cariñosas dirigidas a sus compañeras abundan con minuciosos detalles que sacan a relucir su capacidad de observación, asombro y deleite ante la belleza o austeridad de los paisajes, o al gustar de las manzanas del huerto de San Juan Bautista.
Valiente y arriesgada, su curiosidad espiritual la empuja en pos de nuevos horizontes, buscando una experiencia que la acerque a Dios. No se amedrenta por las críticas de notables varones de la Iglesia que recriminaban a las peregrinas.
Estas censuras se muestran, por ejemplo, en una carta escrita alrededor del 394, donde San Jerónimo expresa (¡con su legendario mal carácter!) su molestia contra la “insensata” jornada de una mujer no nombrada, que algunos creen fue Egeria.2
El monje Arsenio regaña a una peregrina que lo visitó, diciéndole que como mujer debía de quedarse en casa.3
Las palabras más severas contra las peregrinas pertenecen a San Gregorio de Nisa, quien dice que las mujeres no observaban la ley de la continencia por el mero hecho de que, debido a su débil constitución, necesitaban la compañía masculina para lidiar con las dificultades del viaje.4
Las peregrinas eran consideradas “locas, excéntricas, hombrunas, o ridículas.”5
Es importante notar que, a pesar de los reproches eclesiásticos aquí mencionados, Egeria expresa su agradecimiento por la amable hospitalidad que siempre encontró en los monjes y obispos que la recibieron durante su peregrinación.
La geografía nunca es solo geografía.
Todo camino que emprendemos, ya sea por desplazamiento o por búsqueda, deja en nosotras una trayectoria que se convierte en el lugar de nuestro ser.
2Jerónimo, Ep 54.13, en McGowan y Bradshaw, 12.
3 PEDREGAL, 2005, en Cid López, 27.
4 Greg. Nyss. Epis.2, 67 cit. por R. Teja (1997, 275 y 282, n.5), en Cid López, 27.
5 MORATO, 2005, 25, en Cid López, 28.
Las pautas en la senda van marcando las distancias, y al dejar nuestras huellas por la ruta nosotras mismas trazamos el paisaje.
Es así como la memoria de Egeria invoca a la nuestra, unida a la de otras compañeras en la comunión de los santos. Este desafío de libertad y de empeñado anhelo se celebra en las hermosas líneas de la poetiza puertorriqueña, Julia de Burgos:
“Yo quise ser como los hombres quisieron que yo fuese: un intento de vida; un juego al escondite con mi ser. Pero yo estaba hecha de presentes, y mis pies planos sobre la tierra promisora no resistían caminar hacia atrás, y seguían adelante, adelante, burlando las cenizas para alcanzar el beso de los senderos nuevos …”6
Egeria es patrona de los peregrinos y se le cita en el Catecismo de la Iglesia Católica #281. Al considerar que una de las tres imágenes centrales de la Iglesia en Lumen Gentium es “El Pueblo Peregrino de Dios,” Egeria adquiere una importancia luminaria y central.
De tal manera, la viajera de Gallaecia continúa enfrentándonos no solo con nuestro pasado, sino también con nuestro presente.