Lo Religioso y el Arte

Lo Religioso y el Arte

Las artes plásticas como revelación y transmisión del esplendor del misterio del ser.

Reflexiones Personales

Por Emilio Falero

La religión

La palabra “religión” viene del latín “religare” y quiere decir re-atar, vincular, unir con ligamento. Se diferencia en cierto modo de la palabra “relación”, que implica una definición más amplia de la interacción o afectamiento entre dos o más entidades, pudiendo efectuarse perfectamente de una manera circunstancial, impersonal o relativa. La “relación” de carácter religioso, sin embargo, implica mucho más: una relación más íntima, más personal, más permanente. Implica un ligarse, un amarrarse, un atarse, un comprometerse voluntariamente, un creer, un confiar, un esperara, un conyugarse, un compartir un único destino y vida. Como los bueyes que comparten el mismo yugo ya no pueden decidir su propio camino individual e independientemente el uno del otro, así también, el que vive su experiencia religiosa de una manera íntegra, no farisaicamente, con hipocresía, sino en espíritu y en verdad, se entrega en una alianza renunciando a su propio egoísmo y se funde en una participación y comunión con alguien que es mayor que él: “el tu”, el “otro absoluto”.

Esta entrega, para ser auténtica y real no solo requiere la libertad del conyugado, sino que es a su vez la máxima expresión de la misma. Nadie puede dar lo que no tiene, y para entregarse hay que poseerse, para entonces, libre y voluntariamente, donarse en verdadera oblación y comunión.

El Arte

La palabra “arte” significa “hacer”, “fabricar”. Es una habilidad para fabricar cosas. En el caso de las “artes plásticas” (la pintura, la escultura, etc.) se hace más patente la íntima relación del “hombre-artista” con su obra a través de su arte.

El hombre artista cuenta con tres elementos o fuentes de donde brota el caudal de la formación y ejecución de su obra:

Su experiencia como hombre, su historia, su vida y espiritualidad.

Su conexión con la experiencia artística de toda la humanidad. La experiencia particular y colectiva del hombre-artista a través de los siglos.

La inspiración poética y la intuición creativa. El dato a la vez íntimo y radicalmente foráneo que le llega desde fuera en lo más intimo de su yo, como si el centro de su interioridad se abriera de una manera misteriosa a una visión nueva, viva, fascinante, extraordinariamente atractiva y deslumbradora, de una esencia que, a través de unos seres concretos y específicos, abre los ojos del espíritu del hombre-artista, juntamente con los de su cuerpo, para mostrar, contemplar y después reproducir la belleza, hasta entonces escondida y ahora de repente descubierta o más bien revelada.

Esta belleza le cautiva; capta su atención poderosamente, profundamente, manifestándose y transformándose, a través de su arte en luz, forma y color, plasmándose ya de una manera permanente, asequible a todo el que lo quiera apreciar en el silencioso lenguaje de su obra artística.

No se puede separar la obra de arte de su autor.

No se puede separar el artista de su inspiración y la intuición creativa.

No se puede separar al artista de su experiencia como hombre.

No se puede separar la obra de arte de su “poesía”.

Sin la “poesía” y la inspiración, el artista es solo un artesano. Sin la “obra de arte” la inspiración queda incomunicada y desencarnada.

Sin el “hombre-artista” ni la obra ni la inspiración pudieran existir.

La obra de arte es una proyección del hombre que la produce. Es también un reflejo de la sociedad, de la época, de la humanidad, filtrada a través de la visión del hombre-artista. El arte, en este sentido, pudiéramos decir que es un reflejo del hombre. Pero no solo de su apariencia física, externa y circunstancia, sino también y primordialmente de su interioridad, su intimidad, de su misma persona y espíritu. El arte, más que un retrato del hombre, es una radiografía del alma humana, tanto en su dimensión individual como también colectiva y universalmente.

La experiencia artística (en cuanto a las artes plásticas) pudiera describirse entonces como un lenguaje visual y silencioso de luz, color y forma que transmite a través de imágenes a todo el que la quiera o alcance a ver, la visión en que la inspiración mostrará al hombre-artista, a través de su intuición creativa y su emoción estética, un aspecto del misterio del ser en el esplendor de su belleza, de su bondad y su verdad: el esplendor del misterio del ser manifestado de esta forma precisa, en este momento especifico, en este aspecto concreto de su amplia, profunda, maravillosa y sencilla realidad.

Las artes plásticas, bajo este aspecto, pudieran definirse como la pictografía, la iconografía, la tipografía visual de ese misterio del ser, expresado de manera viva y permanente, aunque sin palabras y velado, de ese elemento espiritual que, ni es un añadido, ni es tampoco la suma de sus partes, sino que impregna toda la obra: el esplendor que la hace refulgir, la chispa que le da animación y vida, y que por falta de mejor vocablo coincidamos en llamar “la poesía”.

El arte visual, desde este ángulo, sería una expresión encarnacional e iconográfica en la que confluyen tres misterios: el misterio del yo, que radica en el hombre-artista y su obra; el misterio del tú, que radica en el espectador y en su percepción de la obra; el misterio del ser donde secomunican y se unen el artista y el espectador en el esplendor de la belleza, de la bondad y la verdad del ser absoluto, parcialmente revelado en la obra de arte.

Ananda Coomaraswamy, curador de arte hindú del museo de arte de Boston, en su libro “Christian and Oriental philosophy of art”, alude a esto al final de su trabajo: “Hemos demostrado que el artista tradicional no expresa su propio ‘yo’, sino una tesis; es en este sentido que tanto el arte humano como el divino son expresiones, pero solo podemos hablar de ellas como ‘expresiones del yo’ si se ha entendido claramente lo que ese ‘yo’ significa. Hemos demostrado que el artista tradicional es normalmente anónimo, el individuo sirviendo solamente como un instrumento de ese ‘yo’ que quiere encontrar un modo de expresión. Hemos mostrado que el arte es esencialmente simbólico y que solo es ilustrativo o histórico de una manera accidental. Y finalmente que el arte, aún en su grado más alto, es solamente un medio para alcanzar un fin, que aun el arte de las escrituras no es más que un mirar “a través de un cristal oscuramente”, y aunque esto sea mejor que no ver nada, la utilidad de la iconografía llegará a su fin cuando nuestra visión nos permita ver “cara a cara”.

Juan Pablo II en su carta a los artistas también comenta sobre esto: “La autentica intuición artística va mas allá de lo que perciben los sentidos y penetrando la realidad, intenta interpretar su misterio escondido. Dicha intuición brota de lo más íntimo del alma humana, allí donde la aspiración a dar sentido a la propia vida se ve acompañada por la percepción fugaz de la belleza y de la unidad misteriosa de las cosas. Todos los artistas tienen en común la experiencia de la distancia insondable que existe entre la obra de sus manos, por lograda que sea, y la perfección fulgurante de la belleza percibida en el fervor del momento creativo: lo que logran expresar en lo que pintan, esculpen o crean es solo un tenue reflejo del esplendor que durante unos instantes ha brillado ante los ojos de su espíritu. El creyente no se maravilla de esto: sabe que por un momento se ha asomado al abismo de luz que tiene su fuente originaria en Dios. ¿Acaso debe sorprenderse de que el espíritu quede como abrumado hasta el punto de no poder expresarse sino con balbuceos? El verdadero artista está dispuesto a reconocer su limitación y hacer suyas las palabras del apóstol Pablo, según el cual “Dios no habita en santuarios fabricados por manos humanas”, de modo que “no debemos pensar que la divinidad sea algo semejante al oro, la plata o la piedra, modelados por el arte y el ingenio humano”. (Hechos 17, 24-29) Si ya la realidad íntima de las cosas esta siempre “más allá” de las capacidades de penetración humana, ¡cuanto más Dios, en la profundidad de su insondable misterio!

En conclusión, la obra de arte aparece entonces como la expresión visual, concreta y encarnada, aunque limitadísima, del esplendor de la belleza, la bondad y la verdad inagotable de ese misterio.

La religión y el arte

Parece ser que ya el hombre neandertal enterraba a sus difuntos ceremonialmente, con dignidad y con honores, incluyendo ofrendas de armas, abrigos y comida para facilitarles su nuevo andar en la vida nueva que comenzaban después de la muerte.

Las cuevas prehistóricas descubiertas por 1980 cerca de Santander, y que parecen ser anteriores al periodo magdalénico, también muestran datos que parecen confirmar la creencia de aquellos hombres primitivos en la inmortalidad del alma y el ámbito de lo espiritual y lo trascendente.

En ellas se observa un área funeraria donde el difunto fue decorado con colores de ocre. También hay una construcción de piedras colocadas en forma de zigurat o pirámide truncada rodeada de ofrendas de armas y comida y una escultura de una cabeza dividida en dos mitades, una con facciones humanas y la otra con rasgos como de leopardo cuyo autor demuestra ser capaz de distinguir entre lo humano y lo animal.

Las cuevas de Altamira y de Lascaux, bien llamadas “la Sixtina de la prehistoria”, también parecen ser obras de hombres que practicaban la religión y la magia en rituales para obtener éxito en sus cacerías y para implorar la fertilidad de los animales y de sus mujeres.

Todo esto implica una actitud religiosa trascendental en estos nuestros tan antiguos antepasados. De donde pudiéramos decir que el homo-erectus y el homo-sapiens eran ya desde su origen el homo-artisticus y el homo-religiosus. Y el “hombre-pensante” era ya también el “hombre-fabricante”, el “hombre-creyente” y el “hombre-creyente” y el “hombre-orante”. Esto subraya la similitud entre el hombre de las cavernas y el hombre del siglo XXI, como miembros ambos de una misma familia humana.

En su libro “Las voces del silencio” André Malaraux se refiere a este asunto de la siguiente manera: “Retornando al origen de las culturas más antiguas, nos parece encontrar en sus signos de expresión (las estatuillas de Sumeria, las Ciclades y Mohenjo Daro) y sus figuras geométricas y patrones decorativos, vestigios de las primeras aventuras del hombre en el mundo de las artes. No obstante, la gran habilidad mostrada en algunos de esos diseños decorativos, nos hace sospechar las existencia de otra mucho más temprana “cultura-anterior a la cultura”, revelada en este arte como surgiendo aparentemente del caos”.

“Más el arte de cada civilización en su incepción, podemos afirmar, nunca ha procedido del hombre hacia dios (aun cuando era fácil de obtener el perfil correcto de las formas humanas, trazando el contorno de sus propias sombras y la técnica de moldear fuera descubierta muy tempranamente). Al contrario, todas las artes comenzaron con lo sagrado, lo divino, antes de tornarse hacia el hombre. Volviendo nuestra mirada al pasado, nuestra búsqueda del primitivismo ha alcanzado el umbral de lo prehistórico. Sin embargo, ¿Qué pintor que contemplara a un bisonte de Altamira, dejaría de reconocer que está en presencia de un estilo altamente desarrollado? Y las pinturas de Rodesia, también prehistóricas, ¿No testifican convenciones casi tan estrictas como las del arte bizantino?”

No solo en las culturas primitivas, sino también en las de Asia, África y América, como también en Europa, el arte de la antigüedad siempre se presenta como irradiando o girando alrededor de aquello a lo que cada una de esas culturas otorgaba mayor importancia y devoción: el culto religioso, la tumba y el templo.

En ellos las artes se consagraban invariablemente alrededor de lo sagrado, como también de manera secundaria en palacios y cortes reales, aunque la más de las veces, come el rey era considerado un dios, o de origen divino, el arte secular tendía a confundirse con el religioso. Así en las culturas de Mesopotamia (Caldea, Sumeria, Babilonia, etc.) encontramos la magnificencia del zigurat junto a la opulencia de los palacios. En Egipto, de las arenas del Nilo surgen monumentales templos y pirámides funerarias con sus imponentes proporciones y simpleza de líneas, y sus bellas pinturas, esculturas y relieves de dioses, hombres, animales y plantas entremezcladas con profusos jeroglíficos. Lo mismo sucede en la India y en la China, donde descombran los suntuosos templos y pagodas, elaboradísimas y misteriosas. En Grecia, los templos a los dioses llegan a un esplendor y una perfección extraordinaria. Siendo el “Partenón”- la joya de la Acrópolis- una de las más apreciadas e influyentes “obras maestras” no solo de Grecia, sino también de toda la humanidad.

En todas estas culturas se puede apreciar una congruencia e integración de todas las artes alrededor de lo espiritual y lo trascendente. En el templo y en el culto se entrelazan la arquitectura, la pintura, la escultura y la orfebrería, como también la literatura, la oratoria, el teatro, la música y la danza, formando un solo conjunto armónico, integrado y concentrado en un mismo propósito y un mismo fin: la expresión artístico-religiosa de la alabanza y adoración de la divinidad.

En Roma este mismo orden se expresa en una proliferación de templos y teatros. Pero también se manifiesta en edificios públicos, arcos triunfales, villas y palacios imperiales donde el culto a la divinidad se entremezcla con la divinización del emperador y del imperio, marcando así el inicio del proceso de la secularización del arte.

El compuesto armónico en el cual todas las artes confluían como centro vital de la cultura, expresado en el templo, ahora comienza a fragmentarse. Queriendo servir a dos señores el arte muestra aquí su primera fisura, precursora, como veremos, de otras futuras divisiones.

Con la aparición del cristianismo, de nuevo el corazón de la cultura va a querer gravitar alrededor del culto a Dios: el dios hecho hombre. Jesucristo, el Verbo encarnado, es ahora el señor y centro de toda la historia. La iglesia, aunque perseguida a muerte por el imperio, se abre al mundo pagano en su misión evangelizadora en un abrazo maternal, universal, “católico”, con un nuevo mensaje de salvación no solo para los judíos, sino para todos los hombres de buena voluntad.

La catolicidad implica también la inculturación. Oponiéndose a los valores mundanos, la iglesia se inserta en ese mismo mundo pagano, como la levadura en la masa, para transformarlo, no con armas ni medios violentos sino con el testimonio del martirio, en el vínculo de la caridad, que es más fuerte que el odio y que la muerte.

El arte de las catacumbas en su pobreza y sencillez, refleja esta asimilación y esta transformación o metanoya. En él se funden lo hebreo y lo romano de una manera espontanea y viva, sin sincretismo ni apostasía, sino tomando de lo pagano, como diría San Pablo en su carta a los filipenses, “Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de alabanza”, y desechando lo falso, lo pecaminoso, lo mundano, lo diabólico.

La fe, la esperanza, la reconciliación, el perdón de los pecados, la regeneración a una vida nueva por la caridad, la resurrección y la vida eterna que triunfa sobre la muerte, el triunfo del bien sobre el mal y de la verdad sobre la mentira en un juicio final iluminado no solo por la justicia sino por la misericordia divina, son los temas en el arte de las catacumbas.

Con Constantino, el arte cristiano no solo deja de ser perseguido sino que se hace parte integral del imperio. El arte bizantino florece y se extiende en Roma tanto como en Constantinopla y por todo el imperio romano, en una proliferación de basílicas- los nuevos templos cristianos- que sustituye a la “domus-eclesiae”, la iglesia doméstica.

En las nuevas basílicas, decoradas con mosaicos y pinturas al fresco, resplandece una iconografía que enfatiza lo trascendente, eliminando la perspectiva y el volumen ilusionista del arte greco-romano, para exaltar la realidad espiritual de Dios y del hombre- hecho a imagen divina- y representando en Jesucristo el Verbo encarnado-“la imagen visible del Dios invisible”- el “pantocrátor” que lo rige todo.

Los fondos de oro de los mosaicos y los iconos, representan el esplendor de la gloria celestial, en la que tanto los ángeles como los santos participan en la alabanza, adoración y glorificación de Dios en el amor de la familia trinitaria.

En las figuras de María- la theotocos- y de los “orantes”, se resalta la necesidad de ocuparse los unos por los otros, atendiendo a sus necesidades materiales y espirituales en la práctica de la caridad; de ahí la importancia de la poderosa oración de intercesión.

Una de las transformaciones que introduce el cristianismo en la concepción del arte hebreo es el uso de las imágenes como representación no solo de lo humano sino también de lo divino.

La iconografía cristiana, basada en la encarnación del Verbo- imagen visible del Dios invisible- se desarrolla en el arte bizantino y, superada la crisis iconoclasta, continúa floreciendo durante los siglos medievales, dejando un legado extraordinario de belleza y poesía en el arte románico y gótico.

Pero la santidad, como el trigo y la cizaña, va también acompañada del abuso del poder temporal, la corrupción de las costumbres y el relajamiento moral de las órdenes religiosas y el clero, necesitando la iglesia la acción del espíritu santo para renovarse constantemente.

En este proceso se hace cada vez más patente y gráfica la interacción de lo humano y lo divino y la implicación y aplicación de la fusión de la persona divina del Verbo con su naturaleza humana de una manera integral, definitiva y permanente en el misterio de la encarnación.

Las “imágenes literarias” de las escrituras toman color y forma plástica en los mosaicos y los vitrales, los frescos y las pinturas, esculturas y manuscritos ilustrados, medios visuales de evangelización y catequesis, gráficos y bellos, asequibles y eficientes.

En un mundo en el que abundaba el analfabetismo (sin imprentas ni copiadoras electrónicas) la biblia y el evangelio se abre a los ojos de todos, poderosos y humildes, ricos y pobres, hombres y mujeres, blancos y negros, adultos y niños, en las pinturas y en los vitrales, las escrituras y los pórticos de las catedrales e iglesias, en el lenguaje silencioso del arte gráfico cristiano; como también lo hacía la literatura con la música en la lectura sagrada en las celebraciones eucarísticas.

Hegel en un apéndice a su libro “De lo bello y sus formas”, bajo el título de “Visión artística de la redención” nos habla sobre este tema. Aunque se refiere más directamente al arte romántico, su visión se puede aplicar también, en mayor o menor grado, a todo el arte cristiano:

“El principio fundamental de la fe cristiana”-nos dice Hegel- es que Dios es hombre y se ha hecho carne. En su persona se ha realizado la armonía de la naturaleza divina y de la naturaleza humana. He aquí el modelo a imitar por todos los hombres. Cada individuo encuentra así la imagen de su unión con Dios. Este modelo no es un simple ideal; esta realizado bajo la forma histórica. Es la historia del hombre-Dios. Esta historia suministra el tema principal del arte romántico desde el punto de vista religioso. Parece como si el arte, considerado simplemente como tal, sea aquí superfluo en cierto modo. Pues lo esencial consiste en la fe, la cual lleva en sí misma el sentimiento de la verdad absoluta, y reside, por consecuencia, en la parte más íntima del alma”.

“Sin embargo”- continúa Hegel- hay un lado de la idea religiosa por el cual no solo se hace accesible al arte, sino que le necesita. Es esencial al arte romántico llevar el antropomorfismo a su más alto grado puesto que su idea fundamental es la unión de lo absoluto y divino con la forma humana, corporal y visible, y que el Dios-hombre debe ser representado con las condiciones inherentes a la vida terrestre. Bajo este aspecto, el arte suministra a la imaginación, por la manifestación de Dios, el espectáculo de una forma particular y real. Reproduce en un cuadro viviente los rasgos exteriores, la persona de Cristo, las circunstancias de su nacimiento, de su vida y sufrimiento, de su muerte, de su resurrección y ascensión a la derecha del Padre. Así, la manifestación visible de Dios, que es un acontecimiento y irrevocablemente pasado, se perpetúa y renueva constantemente por medio del arte”.

“Pero como lo que constituye el carácter propio de esta manifestación es que Dios ha aparecido con rasgos de un hombre real, imposible de confundir con cualquier otro personaje de la fábula o de la historia, entonces y, en virtud de la misma naturaleza del asunto

representado, aparecen de nuevo en el arte todos los elemento accidentales y particulares que son inseparables de la existencia exterior y finita; elementos de los cuales se ha liberado la belleza, desde el punto de vista más elevado del ideal clásico. Lo que la idea de lo bello había rechazado como no siéndole conforme, como no respondiendo al ideal, es acogido ahora necesariamente y representado como esencial al tema mismo…”

“El momento supremo en la vida del hombre-Dios”- continua Hegel- “es el sacrificio de la existencia individual, la historia de la pasión, de los sufrimientos de la cruz, el suplicio del espíritu, los tormentos de la muerte. Ahora bien, esta esfera de representación en el arte difiere en el más alto grado del ideal clásico. Cristo flagelado, coronado de espinas, llevando su cruz al lugar del suplicio, expirando en los largos tormentos de una muerte llena de angustias y sufrimientos, no se deja representar con rasgos de la belleza griega; lo que debe ser expresado es la grandeza y la santidad, la profundidad del sentimiento , el dolor infinito, la serenidad en el sufrimiento…”

Con estas palabras de Hegel podemos concluir que la encarnación del Verbo divino no solo cambió los cánones de belleza aceptables a los hebreos, al hacer no solo posible sino imprescindible y necesaria la representación gráfica de la divinidad a través de la humanidad de Cristo, sino que también alteró los cánones clásicos al hacer no solo posible sino necesaria la representación de la divinidad sufriente, atormentada, humillada, maltratada, muriendo muerte de cruz, en la persona de Cristo, el hombre-Dios.

La imagen de Cristo sufriente es también en, otro aspecto, la imagen de la iglesia- su cuerpo místico- también perseguida, lacerada y herida por la intransigencia, la indiferencia y la debilidad de sus miembros, la apostasía, la herejía, el cisma, la corrupción del poder y los abusos y excesos de la inquisición y de la simonía.

Resumiendo hasta aquí, podemos decir que en todas las culturas, desde Altamira hasta el Renacimiento, incluyendo la India, África y todo el oriente, como también la América pre-colombina, la obra principal donde confluyen todas las artes es, sin lugar a dudas, el templo (con algunas excepciones, como el caso del imperio romano donde se mezclan el culto a los dioses con el del emperador).

Los zigurats, las pirámides, los templos babilónicos, egipcios y greco-romanos, las estupas, las pagodas, las basílicas bizantinas, las mezquitas y las catedrales románicas y góticas son invariablemente las expresiones artísticas donde se vuelcan las artes extraordinariamente, en notable desproporción con el resto de las manifestaciones artísticas de carácter no religioso de dichas culturas.

Se puede decir que el corazón de esos pueblos estaba centrado en el culto a Dios, pues era en los templos donde volcaban sus tesoros financieros y artísticos.

Dios es el centro gravitacional de esas culturas y el templo es la “obra maestra” de la “ciudad de Dios”, aunque muchas veces opacada por el poder, la avaricia, la arrogancia y la debilidad humana.

En el renacimiento, el hombre comienza a desplazar a Dios del centro gravitacional para colocarse él mismo como eje primordial de la cultura. Ahora “el hombre es la medida de todas

las cosas” y el humanismo es la filosofía imperante. La “ciudad de Dios” se torna en la “ciudad del hombre” y el palacio compite con la catedral como “obra maestra” donde confluyen todas las artes.

Ya no es el hombre “la imagen y semejanza de Dios” sino que se pretende modelar a Dios a imagen y semejanza del hombre. El corazón del hombre renacentista está dividido. Su tesoro se reparte al servicio de dos señores: el Verbo de Dios- hecho hombre- y el hombre auto-divinizado.

Ahora, la basílica de San Pedro compite con el palacio Pitti y con Versalles. La mitología pagana y los retratos compiten con los temas bíblicos y los santos. El secularismo se mezcla con lo eclesial, no solo en el ámbito católico, sino, de una manera aun más radical, en el protestantismo.

El individualismo protestante hace de cada hombre un papa infalible, con la asistencia personal del Espíritu Santo para interpretar la moral y las escrituras a su modo, y la iglesia y el estado, desafortunadamente entrelazados en la comunidad católica, se funden aun más radicalmente en los países protestantes, en detrimento del evangelio.

En Inglaterra el rey se auto-titula cabeza suprema de la iglesia, en Suiza Calvino rige con mano férrea desde una teocracia calvinista. En Alemania Lutero funde la fe con el poder de los príncipes y reyes alemanes, imponiendo un nuevo catecismo luterano y persiguiendo a todo el que no comparta su interpretación personal de las escrituras, como los anabaptistas y a otros protestantes que diferían de su doctrina.

Mientras, en Italia los estados papales guerrean con otros estados y muchos obispos cobran sus dotes sin nunca visitar sus diócesis, aumentando entre los clérigos el nepotismo, la simonía y la corrupción.

La música florece tanto en la liturgia católica como también bajo la reforma. Sin embargo, las artes plásticas sufren considerablemente bajo el iconoclasticismo protestante y las acusaciones de idolatría por el uso de las imágenes.

El puritanismo protestante ve al hombre como corrompido y depravado irremediablemente por el pecado original, incapaz de una verdadera regeneración. La gracia solo imputa la justicia de Cristo, como una túnica blanca sobre la podredumbre humana, haciéndola así aceptable ante los ojos de Dios.

La influencia cátara y maniquea se manifiesta especialmente en el desprecio de lo material y lo físico. El cuerpo humano es indigno y lo desnudo se representa con picardía, lujuria y vergüenza, bajo una mirada llena de culpabilidad.

Así aparece en las pinturas de los pintores protestantes de Holanda, Bélgica y Alemania, como Rembrandt, Grunevald, Lucas Cranach, Ter-Borch, etc. No así en el ámbito de la reforma católica, mal llamada contrarreforma, donde florecen las artes plásticas con una profusión, vitalidad y dinamismo nunca antes visto, en el arte del alto renacimiento y el barroco.

Según la doctrina católica, el hombre, aunque dañado por el pecado original, es capaz por la gracia y el poder de la sangre y la redención del Verbo-encarnado de verdaderamente renacer a una vida nueva. Por la gracia de la filiación divina, el hombre puede regenerarse, nacer de nuevo, hacerse una nueva criatura en Cristo-Jesús, y por él, con él y en él participar

eternamente del amor y de la vida trinitaria como miembro de su “cuerpo místico”: la comunión eucarística de los santos en el vínculo de la caridad del Espíritu Santo, que es la iglesia.

En el ámbito católico, la materia y el cuerpo, una vez asumidos por la persona divina del Verbo, son santificados por él y en él, convirtiéndose en “templos vivos del Espíritu Santo”, llenos de gracia y de verdad.

El desnudo, desprovisto de lujuria, aunque no de sexualidad, es la manifestación de la gloria de Dios, como predicara San Ireneo. De ahí la gloria de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, la exaltación del nombre de Jesús del hermano Pozzo en “el Gesu” y en la iglesia de San Ignacio, las esculturas de Bernini y desnudos de Rubens. La encarnación del Verbo divino se manifiesta en lo sacramental: El agua, el óleo, la sal, las palabras de la absolución, los anillos, la imposición de manos, el óleo de los enfermos y el pan y el vino eucarísticos, son más que signos o símbolos. Por la encarnación del Verbo son verdaderos agentes de gracia santificadora, que, como la humanidad de Cristo, comunican lo sobrenatural a través de la naturalidad cotidiana de la materia.

Pero también dentro del barroco va creciendo lo secular y desplazando cada vez más lo religioso, tanto en el ámbito protestante como en el católico. Así aparecen el rococó como signo de lo mundano, lo frívolo, lo secular y lo pagano, donde el refinamiento, la elegancia, lo juguetón y lo gracioso pretenden encubrir lo inmoral, lo pecaminoso, lo irreverente y lo irresponsable.

Según León Tolstoi en su libro “¿Qué es el arte?”, muchos miembros de la nobleza, el clero y otros líderes eclesiásticos y civiles se apartaron del evangelio. Su fe se enfrió, mundanizándose su mente y sus costumbres, en detrimento de la iglesia; viniendo a ser contratestimonios vivos de la caridad cristiana. Esto, según él, hizo que el arte se dividiera. Lo que antes fuera una sola expresión común de una misma experiencia religiosa compartida por todo el pueblo cristiano, ahora se separa en dos tipos diferentes de expresión artística:

El arte popular (al servicio del bien, de la moral y de los principios cristianos tradicionales)

El arte-por-el-arte (el arte de una elite sofisticada y privilegiada, cuyo fin, según Tolstoi, es el placer por el placer mismo, en una estética egoísta, sensual, estéril y prostituída, promotora de la inmoralidad, el hedonismo y la superficialidad de una sociedad vana y decadente.

Oigamos lo que dice Tolstoi en el décimo capitulo de “¿Qué es el arte?”

“Cuando un artista universal (como eran algunos de los artistas griegos o los profetas judíos) componía su obra, él naturalmente intentaba decir lo que tenía que decir de una manera clara, lo más comprensible posible para todos los hombres. Pero cuando un artista componía para un pequeño círculo de personas en condiciones excepcionales, o aun para un solo individuo y sus cortesanos, papa, cardenales, reyes, duques, reinas, o para la amante del rey, el, naturalmente solo buscaba influir sobre dichas personas que ya le eran bien conocidas y cuyas condiciones excepcionales ya le eran familiares para él, esto constituía una tarea más fácil, y el artista tendía involuntariamente a expresarse con alusiones que solo los iniciados podían comprender y que para todos los demás resultaban oscuras.

“…este método que se mostraba en eufemismos y en alusiones mitológicas e históricas, se puso más y más de moda, hasta finalmente alcanzar sus últimos límites, según parece en el llamado arte de los decadentes.

“…excluyendo a las masas”-continúa Tolstoi-“se ha elevado al rango de mérito como condición del arte poético, no solo la nebulosidad, lo misterioso, lo oscuro y lo exclusivo, sino que además son tenidas en alta estima la incorrección, la falta de definición y la carencia de elocuencia.”- aquí termina Tolstoi.

En el periodo rococó, la ilustración se une al despotismo, el racionalismo a la intransigencia, el legalismo a la impiedad y la masonería a la corona y a la nobleza.

En el periodo de la revolución, la “liberte”, la “egalite” y la “fraternite” se unen a la “dictadura” y la diosa-razón se casa con la guillotina y el régimen del terror.

Las artes plásticas se secularizan, exaltando los valores revolucionarios, endiosando primero la razón, la revolución, la libertad, la república, para después convertir al emperador en un ídolo.

La “obra maestra” donde todas las artes confluyen ya no es el templo de Dios, sino el capitolio, los parlamentos y las cortes, que con los nuevos monumentos a los héroes de la revolución, cada vez toman más forma de verdaderos templos (como los monumentos a Washington, a Jefferson y a Lincoln y el templo a la constitución de la revolución americana). También se levantan templos a los nuevos ídolos de la ciencia, la tecnología.

Así vemos los grandes museos de ciencia y de arte, las salas de concierto, los palacios de la ópera, la torre Eiffel, el Parque Central, la bolsa de valores y los enormes rascacielos de Nueva York- las nuevas catedrales financieras con sus empinadas torres, algunas hasta con campanarios, y los sagrarios de bronce bruñido donde se guarda con toda seguridad al dios-dinero, el nuevo ídolo de los bancos y las corporaciones.

En todo este despliegue de esfuerzo humano, económico y artístico, se puede apreciar, como en una burbuja, hacia donde es que gravita el alma del hombre de los siglos XIX y XX, porque, en palabras del Evangelio: “Allí donde está tu tesoro esta tu corazón”.

Aquí llegamos a lo que Hans Sedlmayr en su libro “El arte en crisis, el centro perdido”, describe con gran detalle: el proceso de atomización y desintegración de la cultura y el arte contemporáneos.

Según él, una vez que se desplaza a Dios del lugar que por justicia le corresponde como centro gravitacional de la cultura, se crea un vacío imposible de llenar por ninguna otra criatura, creándose así como una reacción en cadena donde cada elemento quiere independizarse y ocupar el centro, provocando esto una explosión o implosión autodestructiva y suicida que lleva a la deshumanización y la desintegración del arte y la cultura.

Primero se elimina a Dios y el hombre pretende usurpar su lugar en el centro de la cultura.

Acto seguido se elimina “la imagen y semejanza de Dios” en el hombre, reduciendo a éste a un mero animal, a una subjetividad pragmática y egoísta, a una abstracción político-económica, o a una maquinaria de producción y consumo; llevándolo a un estado de depresión, de angustia y de ansiedad, de crisis de identidad y pérdida de sentido del propósito de la vida y de la existencia misma.

Esto se manifiesta en la adicción, la alienación, la apatía, la frustración, el rencor, la desesperación y la violencia.

En esta situación el hombre se despersonaliza y se cosifica, haciéndose esclavo de las cosas que ahora lo controlan, lo dominan y lo encadenan, llamándole, irónicamente, a estas cadenas: liberación.

Las artes plásticas son, en este aspecto, un espejo en el que se refleja la imagen del alma del hombre en su estado actual y real de descomposición.

De ahí la deformación, distorsión, fragmentación y desintegración de la imagen del hombre en el arte del siglo XX, como también la mirada relativista, mecanicista, infrahumana, morbosa, pornográfica, irreverente, blasfema y diabólica del hombre y de las cosas, reflejadas en las obras de arte contemporáneo. Picasso, Matisse, de Kuning, Bacon, Ernst, Ensor, Munch, Lucian Freud…, nos muestran esta perturbadora imagen del alma del hombre y de la sociedad de hoy.

A mas progreso tecnológico y científico, mas peligro y eficiencia en las armas de destrucción masiva, mayor acceso a la corrupción y al vicio, y mayor manipulación de las mentes y los corazones.

A más libertinaje, anarquía y adicción, más irresponsabilidad, más inmadurez y más deformación de la conciencia. A más alienación, frustración, soledad e indiferencia, más odio, más rencor, mas desesperación, más corrupción, más injusticia, más terrorismo y más violencia.

La combinación de estos tres aspectos, no cabe duda, puede ser explosiva, catastrófica y letal.

“La originalidad es volver al origen”- declaraba Antonio Gaudí. En la respuesta a la pregunta de un periodista americano sobre la razón de ser de su obra maestra “el santuario de la sagrada familia” en Barcelona, está expresada de una manera clarísima la solución de esta crisis y la curación de estas heridas y de esta neurosis del hombre y de la cultura actual.

Cito de memoria, espero que con bastante fidelidad, lo que leí hace algunos años en el libro “Conversaciones con Gaudí” de su discípulo Ripoll:

“¿Por qué usted se empeña en construir la última gran catedral de Europa, cuando la cristiandad está ya en franca decadencia?”- le preguntó el periodista americano. A lo que Gaudí le contestó:

“Ustedes en América, con apenas menos de dos siglos de república, olvidan que la fe cristiana ha sobrevivido dos mil años de imperios, persecuciones y corrupciones dentro y fuera de la iglesia.

¿Quién le asegura a usted que esta es la última gran catedral de Europa y no más bien la primera de una gran serie de nuevas basílicas que surgirán de las cenizas del derrumbe causado por la autodestrucción de la sociedad secularista y atea?”

Inclusive en el nombre del santuario, Gaudí ha expresado, quizás sin saberlo, el punto de partida para la sanación y la renovación espiritual, cultural y artística de la sociedad: la familia, “la sagrada familia”. Es aquí donde hay que volver para reconstruir el santuario de la cultura y de la familia humana.

Algunos tienden a ver la historia del arte como una lucha de escuelas donde una reacciona a las exigencias y exageraciones de la anterior con nuevas exageraciones y exigencias.

Otros tienden a divisar en estas luchas un patrón que se repite como un péndulo que gravita de un extremo al otro del espectrum de la creación artística. Un péndulo que se mueve de lo geométrico a lo orgánico, de lo simple a lo complejo, de la abstracción al realismo, de lo helénico a lo helenístico, de lo renacentista a lo barroco, de lo neoclásico a lo romántico, del impresionismo al expresionismo.

Otros consideran estas visiones, aunque verdaderas y válidasl, algo superficiales y poco profundas.

En sus corrientes más hondas el arte es como una cadena ininterrumpida, como también lo es el hombre mismo.

El arte en todo tiempo y lugar, si es verdadero, es una ventana abierta a la trascendencia, al misterio mismo del ser, al esplendor de su belleza.

Las escuelas, los estilos, los temas no son más que el vehículo a través del cual nos abrimos a ese misterio que es Dios mismo. En esta experiencia todo artista y todo hombre está llamado a participar, y toda obra de arte verdadera, no importa el estilo, la época o el lugar, está llamada a transmitirla.