Por Raúl Arderí SJ¹
Al comienzo del siglo XX, el pensador francés Alfred Loisy escribió: Jesús proclamó el reino y vino fue la Iglesia. Esta frase podría interpretarse como una ironía que busca descalificar el vínculo entre la institución eclesial y su fundador. Según esta perspectiva, la creación de la Iglesia sería una traición a la causa de Jesús, a su mensaje y a su voluntad. Esta interpretación no es, a pesar de todo, el único modo de entender a Loisy. También se podría deducir de su frase la conexión que existe entre ambas realidades. La Iglesia sería el fruto natural del ministerio del Señor y el instrumento para que el reino creciera en nuestro mundo después de la pascua del maestro. Para la teología contemporánea es claro que todo el mensaje del evangelio gira en torno al anuncio del reino, que se hace presente en las obras y palabras de Jesús. Por ello es fundamental preguntarnos cómo la Iglesia puede seguir siendo testigo creíble del reino en una cultura muy diferente a la que existía en los comienzos del cristianismo.
En el presente trabajo nos detendremos en dos aspectos de la relación que existe entre el reino de Dios y la Iglesia. En un primer momento analizaremos qué significa esta expresión y qué papel juegan en ella los pobres y marginados de la sociedad. Luego veremos negativamente los límites que el reino impone a la Iglesia en el entramado de nuestras sociedades, donde el modelo de cristiandad ha desaparecido por completo.
1 Sacerdote jesuita cubano. Licenciado en Ciencias de la Computación por la Universidad de La Habana (2007) y en Teología por Boston College, School of Theology and Ministry (2020). Actualmente profesor de teología del Seminario San Carlos y San Ambrosio en La Habana y coordinador de la Pastoral Juvenil Ignaciana (PJI) en la isla.
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El reino de Dios y la opción por los empobrecidos
Uno de los aportes más importantes de la teología latinoamericana es la defensa de los empobrecidos como un elemento esencial de la fe cristiana. A menudo se escucha que la opción por los pobres es resultado de una desviación ideológica o de la infiltración marxista de la Teología de Liberación, pero que no corresponde a la esencia del evangelio. Para contradecir este prejuicio es pertinente recuperar las palabras de Benedicto XVI en la sección inaugural de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, en Aparecida: La opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9).² Sin esta opción por los últimos de nuestra sociedad, dice el Papa, la fe queda mutilada en uno de sus elementos esenciales.
El reino de Dios no debe ser entendido como un lugar cerrado, físico, delimitado por fronteras, donde la divinidad domina paralelamente a otros poderes de la tierra. La expresión reino de Dios es un genitivo explicativo, equivale a Dios que reina actuando en este mundo.³ Muchos autores prefieren utilizar el término reinado de Dios para acentuar la idea de una acción divina en vez de una realidad estática o simplemente espacial. Nosotros utilizaremos indistintamente estas dos expresiones, pero entendiéndolas siempre como un atributo de Dios que manifiesta su soberanía en la historia. La pobreza es negación del amor divino porque amenaza directamente la vida de los seres humanos, por ello su existencia se opone a la dinámica del reino.⁴ Podemos encontrar dos narraciones evangélicas donde es evidente la toma de postura de Jesús en favor de los pobres: al comienzo de la actividad de Jesús en la predicación de la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4,14-19) y, al final de su vida, en la parábola del juicio final (cf. Mt 25,31-46).
2 Papa Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, n. 198.
3 J. R. Busto Saiz, Cristología para empezar, 46.
4 G. Gutiérrez, Teología de la liberación, 330.
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El pasaje de Lc 7,18-23 (Mt 11,2-6) nos muestra los signos distintivos que legitiman el reino: los ciegos ven, los cojos caminan, los leprosos son purificados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia. En sus milagros y exorcismos, Jesús actúa con poder liberando las personas de toda potencia, individual, colectiva, cultural, política o incluso religiosa, que atente contra la vida plena del ser humano. El reinado divino, como esperanza de salvación concreta en este mundo, contradice cualquier intento de espiritualización unilateral del mensaje cristiano. Los milagros de Jesús inician la realización de las promesas antiguas de un modo abundante, ellos son, como dice Walter Kasper, el reino de Dios en acción. Aquí reside la novedad fundamental entre Jesús y Juan el Bautista: Ha terminado el tiempo de la expectación y ha amanecido el tiempo del cumplimiento.⁵ El reino ya está presente, aunque todavía no se manifiesta en plenitud.
No todo el mensaje de Jesús fue aceptado con entusiasmo como respuesta a la señoría divina que Israel anhelaba. Las palabras en la sinagoga de Nazaret concluyen con una advertencia ante el escándalo que puede provocar su comportamiento (cf. Lc 7,23). No son los actos de salvación en sí mismos, liberar ciegos, cojos, leprosos y muertos lo que causan la oposición de las autoridades judías, sino fundamentalmente el anuncio de la buena noticia a los pobres.⁶ Analizar quiénes son estos pobres a los que Jesús dirige su mensaje, es entrar en el núcleo del reino y sus repercusiones sociales. Con frecuencia, a los seguidores de Jesús se les denomina publicanos y pecadores (Mc 2,16), publicanos y prostitutas (Mt 21,32) o simplemente pecadores (Lc 15,2). Este último término no definía solamente a quienes despreciaban los mandamientos, y por lo tanto eran dignos de una condena religiosa, sino incluso a quienes ejercían determinadas profesiones que normalmente inducían a la inmoralidad: jugadores de azar, usureros, pastores, recaudadores de impuestos, curtidores, etc. Otra manera de designar al grupo de discípulos es como los pequeños (Mc 9,42) o sencillos (Mt 11,25). Es posible interpretar estos calificativos como un semitismo que en realidad se refiere a los más pequeños, personas sin instrucción religiosa, incultas y como consecuencia, imposibilitadas de practicar la piedad oficial. Sin lugar a dudas, el grupo de seguidores de Jesús estuvo formado fundamentalmente por personas para quienes estaba cerrada la puerta de la salvación.
5 J. Jeremias, Teología del Nuevo Testamento, 132.
6 J. Jeremias, Teología del Nuevo Testamento, 133.
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Las primeras comunidades cristianas entendieron legítimamente los pobres de acuerdo con sus propios desafíos. Para la tradición de Mateo, enfrentada a la tentación farisaica de construir su propia justicia, los pobres lo son en espíritu (Mt 5,3).⁷ Con ello se resalta el valor religioso de la humildad ante Dios. Lucas, por otra parte, habla a una comunidad gravemente oprimida por la injusticia social y por ello no teme mencionar el hambre real, la aflicción y la persecución concreta (Lc 6,21-23).⁸ Doblemente marginados, por el desprecio social y el juicio sacro al que eran sometidos, Jesús cambia por completo la perspectiva religiosa cuando declara bienaventurados a los pobres. Para ellos anunció la buena nueva del perdón de los pecados y la participación en el reino. La salvación que él ofrecía no se encontraba en un futuro indeterminado, sino en el hoy de la existencia para las personas más insospechadas.
Compartir la comida con todos, incluida gente de mala reputación, fue el gesto más elocuente y religiosamente problemático para la legitimidad de Jesús como Mesías. En la mentalidad oriental, el compartir los alimentos o invitar a comer no es solamente un gesto de camaradería, sino una muestra de respeto, de paz, de fraternidad y de perdón. La comunión de la mesa llevaba implícita la comunión de la vida (cf. recuérdese la expresión beber la misma copa, Mt 20, 17-18). Jesús pudo comer con todos porque con todos compartió su existencia. Él supo integrar entre sus seguidores a ricos y pobres, instruidos y analfabetos, justos y pecadores. Su misión estuvo encaminada a edificar continuamente una comunidad reconciliada, entre sí y con Dios.⁹ Para la cultura hebrea, compartir los alimentos también tiene una dimensión vertical, de comunión trascendente. Al comer los trozos de un mismo pan, se participa de la alabanza y la acción de gracias pronunciada antes de partirlo por el anfitrión de la casa.
(Las) comidas (con publicanos y pecadores) son expresión de la misión y del mensaje de Jesús (Mc 2,7), comidas escatológicas, celebraciones anticipadas del banquete salvífico del fin de los tiempos (Mt 8,11 par.), en las cuales se representa ya ahora la comunidad de los santos (Mc 2,19). La inclusión de los pecadores en la comunidad salvífica, inclusión que se realiza en la comunión de mesa, es la expresión más significativa del mensaje acerca del amor redentor de Dios.¹⁰
7 J. Gnilka, Teología del Nuevo Testamento, 206.
8 J. Gnilka, Teología del Nuevo Testamento, 219.
9 G. Lohfink, La Iglesia que Jesús quería, 99.
10 J. Jeremias, Teología del Nuevo Testamento, 141.
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El estilo de Jesús no solo indica el por qué sino también el cómo de la de la opción por los pobres y con ello el estilo que debe caracterizar el ser de la Iglesia. Jon Sobrino distingue algunos rasgos esenciales de este modo de proceder. En primer lugar, es necesaria la cercanía al mundo del pobre, no solo como elemento de honestidad intelectual para conocer su realidad, sino porque la cercanía, que destruye barreras, es salvífica en sí misma. El hacerse vecino lleva implícito el rechazo de cualquier tipo de superioridad con relación al pobre (cf. Heb 2,11). Sobre este elemento reflexiona el Papa Francisco:
El pobre, cuando es amado, es estimado como de alto valor, y esto diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses personales o políticos. Sólo desde esta cercanía real y cordial podemos acompañarlos adecuadamente en su camino de liberación. Únicamente esto hará posible que los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como en su casa.¹¹
En segundo lugar, el espíritu de las bienaventuranzas garantiza que la opción por los pobres no degenere en una mística de la violencia o un dogmatismo que acabe por negar la verdad de la realidad. Ello implica la mansedumbre que sana la prepotencia, la disponibilidad al perdón, la fortaleza, la capacidad de gozo y celebración aún en medio de las persecuciones.
Como último elemento, esta opción exige gratuidad y agradecimiento. Gratitud a Dios, que perdona nuestros pecados directos o de omisión contra los pobres, y también nos concede mirar la realidad desde la perspectiva de ellos, como los profetas y el propio Jesús (cf. Mc 12,41-44). La gratitud nos descentra del propio ego e impide que acompañar a los empobrecidos degenere en opción por el propio grupo o la propia organización eclesial. Agradecimiento también por lo que se recibe de los pobres, convirtiendo la opción por ellos en algo más que una exigencia ética. Todo ello hace posible la celebración de la vida, aun en medio de las dificultades y fracasos, porque no se busca el éxito inmediato.¹² En un texto del Vaticano II encontramos esbozadas estas ideas:
(…) como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres. Cristo Jesús, “existiendo en la forma de Dios..., se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo” (Flp 2,6-7), y por nosotros “se hizo pobre, siendo rico” (2 Co 8,9); así también la Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo.¹³
11 Papa Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, n. 199.
12 J. Sobrino “Opción por los pobres” en J.-J. Tamayo – C. Floristán Samanes, Conceptos fundamentales del cristianismo, 892-893.
13 Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 8.
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Jesús anunció el reino con gestos y palabras, proclamando la buena noticia de la salvación a todos y especialmente a los que eran marginados en la sociedad por cualquier razón. La Iglesia, para mantenerse fiel a la memoria de su Señor, debe continuar el mismo comportamiento y ser capaz de discernir en cada época quiénes son los excluidos y superar las causas de este rechazo.
Reino de Dios y humildad de la Iglesia
Durante muchos siglos, después de la conversión del emperador Constantino, la Iglesia se enfrascó en el proyecto de transformar el tejido social, político y cultural para insertar en el mundo el reino de Dios. Muchas veces ella misma se consideró el reino en la tierra, olvidando la tensión que existe entre dos polos: la presencia del reino ya entre nosotros y que todavía no se manifiesta plenamente en el mundo. En el fondo, la intención de anticipar políticamente el reino buscaba crear una situación de armonía donde la violencia dejara paso a la fraternidad universal, pero se acabó justificando la violencia para lograr este propósito. En el marco religioso, este deseo solo contaba con el apoyo de la conversión personal y el ejemplo de Jesús. Este fundamento, en el marco político, resultaba insuficiente. Los disidentes o herejes ya no eran considerados como simples pecadores que debían ser perdonados, sino como rebeldes que debían ser perseguidos y castigados en nombre de Dios. Según el teólogo y dominico francés Christian Duquoc, la Inquisición nació precisamente de este afán por garantizar la unidad de una sociedad que pretendía realizar la utopía profética o bíblica del reino.¹⁴ Varios acontecimientos posteriores: la reforma protestante, las revoluciones industrial y social, etc. mostraron el fracaso del proyecto de cristiandad y su modelo de relación Iglesia-mundo.
La Iglesia se comprendió, a partir de entonces, como la mediadora única de la voluntad divina sobre el mundo, definió su tarea y organizó su estructura de acuerdo con esta comprensión de sí misma. El abandono de este pensamiento bajo el efecto de otros acontecimientos la condujo a reexaminar su función en la historia. A este reexamen se entregó, sin llevarlo hasta el final, el Concilio Vaticano II.¹⁵
La Iglesia ha renunciado a ser mediadora del sentido de la historia y reconoce la autonomía del mundo dejándole la responsabilidad de su futuro. Hoy se abre un camino alternativo a la concepción constantiniana marcado por tres aspectos fundamentales: la ambigüedad de los signos de los tiempos, la distancia entre la acción de la Iglesia y el espíritu, y el lugar de lo no-religioso en el devenir del mundo con el Reino.
14 C. Duquoc, Cristianismo, memoria para el futuro, 79-82.
15 C. Duquoc, Cristianismo, memoria para el futuro, 109
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Primariamente, es innegable que ciertos acontecimientos históricos, como la emancipación de la mujer y la independencia del colonialismo de continentes enteros, la conciencia de la dignidad humana, etc. constituye signos de los tiempos.¹⁶ En ellos reconocemos hoy la acción del Espíritu de Dios en el mundo. No obstante, el discernimiento de estos signos no es un ejercicio evidente, exento de ambigüedades. Ellos no configuran unívocamente qué acciones concretas se deben emprender en la historia ni nos garantizan que tendrán un carácter permanente en el devenir futuro. Los signos de los tiempos son “síntomas, provocaciones, no imperativos”, y como tal debemos leerlos.¹⁷ Estas señales, aunque importantes, son provisionales. Solamente el acontecimiento pascual tiene carácter definitivo en la historia aunque no es resultado de un cambio en el orden político. Solamente tenemos acceso al misterio pascual gracias al testimonio de los discípulos y no por una transformación espectacular de la creación ni de las relaciones humanas. Ello no niega las implicaciones políticas o cósmicas de la pasión – muerte – resurrección de Jesús.
El resucitado es el mismo que ha sido ajusticiado por el poder romano. Las consecuencias políticas del anuncio del reino sustraen a la autoridad política toda pretensión de expandir ilimitadamente el propio poder. El carácter subversivo de esta contraposición, vivida por los cristianos en los primeros siglos, fue eliminado después de Constantino con la legitimación del poder imperial como reproducción terrena de la soberanía divina.¹⁸
16 Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 26.
17 C. Duquoc, Cristianismo, memoria para el futuro, 113.
18 W. Pannenberg, Il Credo e la fede dell’uomo d’oggi, 100.
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En segundo lugar, la Iglesia no es la intérprete infalible ni la propietaria de la acción de Dios en la historia. Existe una distancia efectiva entre su acción y la del Espíritu. Los recientes escándalos de abusos sexuales por una parte del clero y su relación con el autoritarismo manifiestan la necesidad de conversión de las estructuras eclesiales y no solo de sus miembros. Sobre esta realidad dice el Concilio: la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación.¹⁹
Tampoco existe simplemente una relación de maestro – alumno entre la Iglesia y la sociedad, como si la primera enseñara todo el tiempo y la segunda solamente aprendiera. Si bien la Iglesia guarda una sabiduría milenaria y le aporta al mundo la riqueza del evangelio y el sentido último del ser humano, el mundo también le permite a la Iglesia descubrir y profundizar en la comprensión del mensaje de Jesús. Es tarea de todo el pueblo de Dios, y especialmente de los pastores y teólogos auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada.²⁰ Una Iglesia que se aísla del mundo en una especie de fortaleza amurallada o arca de Noé no solo es infiel a su misión de anunciar la Buena Noticia, sino que también se priva de las múltiples inspiraciones que el Espíritu suscita en la historia.
En tercer lugar, Gaudium et Spes nos permite afirmar que el camino religioso no es el único, ni la vía más importante hacía la que confluirán todas las demás en el advenimiento del Reino:
(…) aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios. Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: “reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz”. El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección.²¹
19 Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 8.
20 Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 44.
21 Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 39.
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La nueva relación Iglesia-mundo está marcada por la discreción y el abandono de toda pretensión de dominio de esta sobre las realidades seculares. Las interconexiones entre los diferentes ámbitos de la iniciativa humana hacen que el principio de autonomía entre ellas no sea absoluto, conduciendo muchas veces a fuertes contradicciones. La Iglesia forma parte de este orden donde no existe un criterio evidente de regulación. El propio sistema democrático supone el abandono de una verdad absoluta y la asunción del debate entre las diversas razones que animan los comportamientos. En este contexto la Iglesia tiene la oportunidad de ser un socio y no un dominador del entramado social. Ello la libera de cargas excesivas asumidas en el pasado.²²
Algunas consideraciones finales
Los empobrecidos de la sociedad y los marginados por cualquier razón son los destinatarios privilegiados del evangelio. Dependiendo de si ellos encuentran su hogar y su mesa en las comunidades cristianas, podremos asegurar que la Iglesia es la memoria viva de Jesús. Los pobres orientan la misión eclesial en el mundo, aunque no garanticen el éxito inmediato de nuestros proyectos o el prestigio y la influencia de la institución.
Una Iglesia consciente de que el reino crece también fuera de sus límites, combina la valentía de enseñar con la humildad de aprender y dejarse conducir. Evidentemente, esta postura provoca incertidumbre en muchos cristianos que buscan respuestas rápidas y precisas ante los dilemas de un cambio de época. Por otro lado, el diálogo abre un espacio para el discernimiento sobre lo que el Espíritu le pide a la Iglesia. El reino provoca positivamente a la Iglesia para integrar a los marginados y la limita negativamente cuando esta pretende ocupar todo su espacio y dominar la sociedad.
Iglesia y reino de Dios no son lo mismo, pero la Iglesia no tiene razón de ser sin dar testimonio del reino, anunciarlo, vivirlo. La sabiduría popular ha acuñado con humor la relación que existe entre dos realidades que no pueden identificarse totalmente pero tampoco separarse: ni tan cerca que queme al santo ni tan lejos que no lo alumbre.
22 C. Duquoc, Cristianismo, memoria para el futuro, 114-118.
Raúl Arderí SJ. Sacerdote jesuita cubano. Licenciado en Ciencias de la Computación por la Universidad de La Habana (2007) y en Teología por Boston College, School of Theology and Ministry (2020). Actualmente profesor de teología del Seminario San Carlos y San Ambrosio en La Habana y coordinador de la Pastoral Juvenil Ignaciana (PJI) en la isla.