TENDER PUENTES

Por Jorge Cela, S.J.*

Hace años pasé unos días en la ciudad de Chicago. Debía trasladarme de la casa de un amigo a la de otro en una ciudad que no conocía. MI amigo me indicó que atravesando un gran parque podía llegar caminando sin dificultad. Me dio las indicaciones, advirtiéndome que era una zona poco segura, y me aventuré hacia dentro del parque. De pronto me di cuenta que me había perdido. No sabía hacia dónde dirigirme. La tarde empezaba a caer. Y no había mucha gente en el entorno. Sólo un grupo de hombres, jóvenes, de piel oscura y aspecto para mí poco fiable. Confieso que me invadió el temor. Pero pronto me repuse porque me di cuenta de dos cosas: no tenía otra alternativa que acercarme a ellos a pedir ayuda, y mi miedo nacía de un prejuicio en mí que no quería reconocer. Me acerqué al grupo y con mi marcado acento latino les confesé que estaba perdido, les dije hacia dónde iba y esperé su respuesta.

Con una sonrisa de quien se siente superior, un joven me indicó por dónde seguir. Otro del grupo me dijo: ¿no tienes algo para ayudarnos a comprar una cerveza? Metí la mano en el bolsillo, saqué el par de dólares que encontré, y se los pasé con mi mejor sonrisa, pero temeroso de que les pareciera poco. Lo aceptaron y yo seguí mi camino.

Fue tan intensa la experiencia que nunca la he olvidado. Sucedió hace 50 años. Fue vivir la experiencia de la alteridad, de encontrarme con el otro distinto y desconocido, en un contexto donde no tenía las seguridades de los espacios conocidos, de los lenguajes habituales, de las caras familiares. Estaba ante el desconocido, ante el Otro, en un espacio diferente. Y todas mis referencias interiores me indicaban inseguridad. Estaba cruzando la frontera de lo desconocido. Estaba entrando en el misterio de lo diferente.

Esta experiencia siempre ha estado de fondo cuando en la vida he tenido que entrar en relación con el Otro. Construyamos una experiencia posible. Nos agarra la noche en una zona desconocida, clasificada como poco segura por la ciudad. Estamos solos esperando transporte y se nos acerca una persona. Se nos aceleran las pulsaciones. Nos recorre un frío interior, y de pronto reconocemos la cara conocida de un amigo. La situación se transforma. El miedo pasa a alivio, paz. Nos aflora una sonrisa y saludamos al amigo con inesperado afecto.

Cambiemos la escena. Quien se acerca es un desconocido, fuerte y corpulento, de rasgos diferentes a los míos, con un corte de pelo que me resulta extravagante. Cada aspecto diferente que capto aumenta mi inquietud y acentúa la diversidad, que me hace sentir que entro en un terreno desconocido en el que no sé cómo orientarme. Recuerdo haber visto un corte de pelo similar en un delincuente de un programa de televisión, los rasgos físicos lo asocian a una población inmigrante, las manos en el bolsillo me hacen sospechar que busca un arma. No sé qué hacer. El miedo se apodera de mí. Hasta que veo acercarse el autobús y me vuelve la calma.

Por un momento tratemos de entrar en el otro. Su experiencia cotidiana es la de la exclusión, el desprecio, el rechazo por ser migrante. Porque es diferente, la gente cuando lo ven llegar, toma distancia. Lo miran con temor o con desprecio, por eso tiende a esquivar la mirada de frente. Es víctima de burlas y exclusiones por su aspecto, lo que le ha llevado a tomar una actitud agresiva para tomar posesión de los espacios antes que lo excluyan. No domina el idioma, por eso no puede explicar su situación. Comportamientos marcadamente diferentes que se imponen antes de ninguna relación previa. Vive a la defensiva.

Viví en un barrio popular de Santo Domingo. Los jóvenes en el barrio caminaban por el medio de la calle, gesticulando exageradamente, hablando en voz muy alta o con música a todo volumen, vistiendo llamativamente. Eran dueños de su entorno. Pero cuando les llevaban a un espacio desconocido donde se sentían inferiorizados, se replegaban a los rincones, hacían silencio, y se inhibían. Acostumbrados al desprecio y la exclusión, cuando estaban en terreno propio afirmaban su identidad.

Tanto yo como el Otro entramos en escena cargados con nuestra propia historia, que nos hace identificar ciertos símbolos (color de la piel, acento, estilo de peinado o ropa) con los significados que han adquirido en nuestra historia personal de experiencias positivas o negativas. Nos enfrentamos a lo diferente, que muchas veces está cargado de recuerdos y afectos negativos: desprecio, exclusión, indiferencia, agresión, violencia. Entablar el diálogo desde el miedo o el enojo se hace muy difícil. Sobre todo, cuando las experiencias previas suponen la acumulación histórica de situaciones de esclavitud, exclusión, pobreza, desprecio.

Me decía un amigo español: - Yo no me consideraba racista. Veía a los negros con simpatía. Ayudaba a las obras misionales que promovían la educación en África. Pero nunca había visto un negro. De pronto empezaron a aumentar la inmigración, los intercambios culturales, el turismo. Y empecé a ver negros de carne y hueso caminando por las calles. Los veía con simpatía. Hasta que un día mi hermana trajo a comer a casa a un compañero de Universidad con el que comenzaba a salir. Era negro. Ese día descubrí que mi apertura, hasta simpatía, tenía límites. Y cuando le oí hablar de la época colonial, cuando su familia era excluida, discriminada en su propia tierra, sentí que un abismo insalvable se abría entre nosotros. ¿Cómo llegar a confiar, a establecer puentes estables de comunicación, a querernos, a sentirnos la misma familia?

La relación con el Otro se sitúa siempre en un continuum que va de la confianza al miedo. A medida que aumenta la confianza la alteridad disminuye hasta sentir al otro como parte de mi propio yo. A medida que se acentúa la diferencia crece la desconfianza hasta convertirse en miedo. La confianza invita a la acogida, la armonía, el amor. El miedo lleva al distanciamiento, la ruptura, la agresión.

Esta relación con el Otro también se da a nivel colectivo. Familias, organizaciones, pueblos, culturas, pueden desarrollar sus alianzas o rivalidades a partir de su percepción del Otro. El concepto de frontera nace de esta percepción del Otro. Puede ser una mirada por contraposición: el otro es lo que no soy yo. Esto inspira la actitud de competencia por el espacio y por la historia (el tiempo). O puede ser una mirada integradora que frente al Otro se pregunta por su forma de relacionarse con el Otro. Las fronteras son para separarnos, defendernos del Otro o para crear puntos de encuentro para mi relación con el Otro.

Esto responde a dos maneras de concebir la identidad: o consiste en la negación de la alteridad: yo no soy el Otro, y, por lo tanto, me esfuerzo en reafirmar las diferencias y defender mis cuotas de poder; o se constituye en mi manera de relacionarme con el Otro, y se expresa en las diferentes formas de comunicación e integración.

Podemos preguntarnos: ¿mi identidad de generación, género, raza, nacionalidad, se constituye por mi negación del Otro, por la afirmación de que yo no soy el Otro, o por mi forma de relacionarme con él?

La primera es más propia de sociedades premodernas, que basaban su identidad en la uniformidad (“cuius regio, eius religio”, se decía en latín: que podríamos traducir: si de tal región, ésta es tu religión). Las sociedades modernas se caracterizan por la diversidad. Esa mezcla, que en la cultura estadounidense se ha llamado “melting pot”, que en cubano traduciríamos por ajiaco cultural. El comercio, las migraciones, los medios de comunicación, el turismo, la era digital, nos han ido llevando a una integración de diversidades que camina hacia la interculturalidad.

La interculturalidad no es la simple yuxtaposición de culturas en un mismo espacio. Si esto puede ser un primer momento del proceso, la dinámica lleva a un diálogo entre culturas en que se van integrando en nuevas formas más complejas donde las culturas se encuentran y se mezclan. Se pasa de la aceptación del “Otro” como diferente a integrar las diferencias en un diálogo entre “nosotros”.

Este proceso no se da en una campana de vacío. Se da en sociedades donde hay dinamismos políticos, económicos, culturales, religiosos que promueven la ruptura o la integración. Por ejemplo, intereses económicos pueden tender, a través de mecanismos publicitarios, a unificar patrones de consumo. O intereses políticos pueden intentar excluir segmentos poblacionales para aumentar su poder. O pueden crear el miedo (hoy en día a través de las “fake news”, noticias falsas) para captar el apoyo de grupos poblacionales. Nuestros sentimientos con relación al Otro son fácilmente manipulables, porque están relacionados con el miedo, que es siempre irracional y puede llegar a crear histerias xenófobas colectivas.

En sociedades donde la competencia es la dinámica central de la economía, la tendencia será a reducir el interés por el bien común, prefiriendo reducir impuestos, aunque reduzcan los servicios dificultando la vida de los más pobres.

Los medios de comunicación, en toda su amplia variedad, servirán como mecanismos eficaces para promover estos cambios culturales hacia el diálogo intercultural o hacia las rupturas con enemigos creados mediáticamente.

Las sociedades posmodernas, marcadas por la diversidad de sujetos y la interculturalidad de las relaciones, corren el peligro de la manipulación por el impacto masivo de los medios digitales que crean sutilmente valores, actitudes, comportamientos, rupturas, desconfianzas o alianzas y sus justificaciones entre grupos genéricos, generacionales, culturales, nacionales, religiosos, raciales.

Las poblaciones que se sienten amenazadas buscan defenderse. A medida que el miedo crece, aumenta el peligro que desemboque en violencia, justificada como mecanismo de defensa, cuando en realidad es abuso del poder que se tiene, motivado por el temor.

En el pasado se recurrió a diferentes justificaciones de estas actitudes de exclusión. Se llegó a afirmar que otras razas no eran plenamente humanas. Recordemos el sermón de Fray Antón de Montesinos en la iglesia de los dominicos en el Santo Domingo colonial: “¿Es que acaso estos no son hombres?” O incluso a nivel religiosos se justificó la opresión por el bien mayor de evangelizar y salvar las almas. Hoy también se acude a valores superiores como la seguridad ciudadana, o el derecho al empleo, la salud o la educación de los “nuestros”, o el respeto a la “ley natural” o la ley civil, para excluir a los Otros, a los diferentes.

Hoy pretendemos disfrazarlo de ayuda humanitaria a nuestros hermanos inferiores, justificando así su condición de oprimidos, empobrecidos, subordinados, en su propia inferioridad. Es el racismo paternalista, por el que asumimos su protección, como si no pudiesen protegerse solos, si les diéramos la posibilidad; de ser voz de los que sí tienen voz, pero nunca les damos el micrófono, bajo la excusa que no sabrían cómo usarlo (ni nunca aprenderán si no los dejamos equivocarse con él, como nos equivocarnos nosotros tantas veces).

Es el racismo paternalista que descubro en mí cuando al meditar la parábola del buen samaritano pienso que, si yo hubiera sido Jesús, hubiera mejorado la parábola haciendo samaritano al herido, para así inspirar más lástima. Y encuentro que Jesús intencionalmente hizo samaritano al que lo ayudó, porque no es el inferior que sin nuestra ayuda no puede valerse, sino el hermano que me da ejemplo de cómo hacerme cercano al herido en el camino. El principio misericordia no nace de la lástima. La lástima no es un sentimiento cristiano, pues nace de sentirnos superiores al Otro. La ayuda se ofrece no desde arriba, sino desde la horizontalidad de quien se siente hermano.

O justificamos nuestra actitud con razones teológicas, explicando su situación porque no tienen una conducta ejemplar, cuando Jesús nos enseñó a amar primero (siempre Dios nos “primerea”, como gusta decir el Papa Francisco), antes de mirar si somos buenos, sólo porque somos hermanos, hijos del mismo Padre Dios, que hace llover sobre buenos y malos. Dios nos ama sin condiciones, antes de mirar nuestro género, edad, nacionalidad, raza, preferencia sexual, o ideología. Antes de revisar nuestro curricullum vitae o nuestro árbol genealógico. Porque sólo desde el amor se puede salvar. El primer paso es ser capaces de amar, hasta a los enemigos. Sólo así es posible que lleguemos a ser Uno, como el Padre y Jesús son Uno. Amarnos como hermanos, sin querer borrar nuestras diferencias, sino aceptándonos en nuestra diversidad. Entonces, la inclusión por amor tiene que pasar por el perdón, porque es también a los que nos han ofendido, como prometemos en el Padre Nuestro.

Pero lo propio del cristiano sigue siendo hacer del Otro, del extraño, del diferente, alguien cercano, amigo, hermano. Un filósofo contemporáneo, Gadamer, nos dice que “los amigos son personas capaces y deseosos de entablar una amable relación mutua, despreocupados por las diferencias entre ellos y prestos a ayudarse unos a otros a causa de esas diferencias…cuidando al mismo tiempo que esa peculiaridad no cree una distancia entre ellos y los enfrente”. Por lo tanto, toda dinámica que tienda a distanciar, excluir, enfrentar, no es compatible con la identidad cristiana.

Aunque proclamo que me siento hermano de toda la humanidad al rezar el Padre Nuestro, voy descubriendo cada día rincones no evangelizados de mi casa interior que no logran superar el desprecio, el rencor, la desconfianza ante rostros que sigo viendo como extraños, que no he logrado hacer mis prójimos.

La identidad cristiana, de hijos e hijas de Dios, nos invita a comenzar la relación desde una actitud dialógica, que sólo es posible cuando los interlocutores se reconocen como diferentes, pero iguales. Cuando reconocen que ninguna diferencia establece condiciones de superioridad o poder que justifica someter o subordinar al Otro, o mirarlo desde arriba, como inferior.

Una relación que no se construye levantando muros, sino tendiendo puentes. En eso consiste el mandato de Jesús: “ámense unos a otros como Yo los he amado”. Es esta actitud la que nos constituye en cristianos., seguidores de Jesús. Es este el criterio de discernimiento de nuestro cristianismo.

1 Cit por Juan Manuel Hurtado López en Ser Diferente en un Mundo Globalizado, Amerindia, 3 de agosto 2020.

*Rev. Jorge Cela, S.J.

Coordinador de la Red de Centros Loyola de Cuba.

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