Autor: Pedro A. Suarez, S.J.
En nuestra civilización tecnológica, donde la comunicación telefónica es rápida y gratuita, donde las noticias dan la vuelta al mundo en microsegundos, el Internet ha transformado la cultura, las redes sociales invaden nuestra privacidad, y la computadora domina totalmente la actividad comercial, podría uno cuestionarse la posibilidad de una espiritualidad para los hombres y mujeres de hoy. Con tanta facilidad para comunicar ideas y sentimientos de manera rápida e irreflexiva, ¿dónde quedan la interioridad, la capacidad de reflexión lenta y profunda, la lectura pausada y la consideración descansada y sin prisa de las verdades más hondas de la religión que forman la base de lo que los cristianos entendemos por espiritualidad?
Los pensadores antiguos hablaban peyorativamente del hombre o la mujer “effusus ad exteriora”, volcado hacia fuera e incapaz de mirar hacia dentro para “gustar internamente” (San Ignacio de Loyola) de las verdades espirituales que dan sentido a la vida. ¿Hemos llegado ya al punto de la incapacidad universal de pensar hacia dentro y de sacar frutos de una reflexión como se podía hacer antes de la computadora?
Un gran teólogo jesuita del siglo pasado, Karl Rahner (1904-1984), atisbaba el futuro desde su cátedra en Innsbruck, Austria, a través de su artículo “Elementos de espiritualidad en la iglesia del futuro” (1978.) Sin descartar el valor de las devociones y la piedad tradicional, de una manera casi profética Rahner nos abre respetuosamente una ventana hacia el futuro. Habiendo participado como “peritus” nombrado por el Papa Juan XXIII en el Concilio Vaticano II, él logró abrazar la Iglesia “monolítica” de antes del Concilio con la Iglesia del complejo mundo que surgió después.
En vez de andarse por las ramas, dice Rahner que “la espiritualidad del futuro se concentrará en los datos esenciales de la revelación cristiana: que Dios existe, que puede hablarle al hombre, que precisamente su inefable incomprensibilidad en cuanto tal constituye el centro de nuestra existencia y por tanto de nuestra espiritualidad, que con Jesús, y solamente con él, es posible vivir y morir en una libertad definitiva de todos los poderes y constricciones, que su cruz incomprensible se puso sobre nuestra existencia y que este escándalo es lo que da un sentido verdadero, liberador y beatificante a nuestra existencia.”
Más aún, según Rahner, la espiritualidad del futuro, deberá involucrarse en temas profanos: “La espiritualidad de la Iglesia en el futuro tendrá que tener además, como ha de tener en cada época, una dimensión social y política, atenta al mundo, capaz de asumir responsabilidades para con este mundo sólo aparentemente profano.” Es bueno apuntar aquí la coincidencia de Rahner con el pensamiento de Ignacio de Loyola, capaz de descubrir a Dios en todas las cosas. ¿Por qué no descubrir a Dios también en los avatares sociopolíticos de nuestra era, como son los problemas de la inmigración, del desempleo, de la desigualdad social, del “cuidado de nuestra casa común” (Papa Francisco), del racismo y de los derechos humanos?
Rahner vislumbra un mundo futuro más secularizado y con una mayor diversidad ideológica que el mundo antiguo. Por tanto, “la espiritualidad del futuro no estará ya sostenida socialmente… por un ambiente cristiano homogéneo.” La espiritualidad del cristiano hoy debe encontrar su fundamento en una fe personal y valiente, arraigada en la experiencia personal de Dios, dentro de una Iglesia comprometida en el ámbito social y con una visión del sentido de la vida que incluye el Reino como horizonte futuro y no como una realización concreta dentro de nuestro mundo terrenal. “En esta situación la responsabilidad personal del individuo en su decisión de fe es necesaria y se requiere de una manera mucho más radical que en el pasado”, dice Rahner.
Hay que destacar el papel de la oración y de la experiencia de Dios. A este respecto nos dice Rahner: “el cristiano del futuro o será un místico o no será nada.” Y nos aclara qué significa esa mística en el mundo de hoy: “… no (son) unos fenómenos parapsicológicos extraños, sino una auténtica experiencia de Dios, que brota del centro de la existencia...”
Sin embargo, la experiencia de Dios no es producto de un intimismo o individualismo exagerado. Rahner aclara que la experiencia de Dios debe hacerse dentro de un grupo, “la experiencia del Espíritu hecha por una comunidad”, algo así como la experiencia original de los Apóstoles en el primer Pentecostés. Esta observación nos ayuda a comprender mejor la necesidad que sienten muchos cristianos hoy día de asociarse y orar con otros en comunidades de creyentes con el fin de vivir más plenamente su fe y buscar juntos esa experiencia de Dios.
Finalmente, la experiencia de Dios debe nacer dentro de la Iglesia: no en una Iglesia idealizada, pulida, perfecta, en la que no caben tensiones ni diversas opiniones, sino “una Iglesia de pecadores, de la tienda del desierto sacudida por todos los vendavales de la historia, del pueblo de Dios peregrino… una iglesia de tensiones y de discordias interiores… bajo el peso tanto de los repliegues reaccionarios de la institución como de los fáciles modernismos que amenazan con dilapidar el sagrado patrimonio de la fe y la memoria de su experiencia histórica.” Una Iglesia como la que ha descrito el Papa Francisco, abierta a todos como “un hospital de campaña”, en donde encuentran acogida los pecadores y enfermos de todas clases.
La espiritualidad tiene raíces venerables en el pasado con autores como Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y San Ignacio de Loyola, pero para ser creíble, debe hablar al mundo del presente y del futuro. Capaz de hablar a los jóvenes, la espiritualidad cristiana hoy tiene sus retos. La reflexión y la mirada providencial hacia el futuro de Karl Rahner nos pueden ayudar a enfrentar esos retos y encontrar nuevos caminos y un nuevo lenguaje que responda a las necesidades y anhelos del hombre contemporáneo.