Todas las relaciones son basadas en transacciones afectivas, intelectuales, instrumentales e incluso económicas. Damos y recibimos en patrones, a veces predecibles y pocas veces impredecibles, pero siempre insertados en relaciones de poder. Idealmente el poder está equilibrado entre los actores de una relación de tal manera que ninguno debe someterse al otro; pero en la realidad la sociedad establece relaciones de tipo jerárquicas en las que el poder se usa y en ocasiones se abusa a favor de solo uno de los actores. Un padre tiene poder sobre su hijo, indudablemente. Es así pues la sociedad le ha otorgado la responsabilidad de tomar decisiones en representación del niño o la niña pues los menores son vulnerables y están en proceso de formación, es decir, se supone que no tienen la madurez para cuidarse por ellos mismos. El padre pues, puede usar ese poder de una forma beneficiosa generando espacios en el que el niño y la niña pueden explorar su propia identidad con los menores riesgos posibles, aunque siempre hay riesgos. El padre que abusa de su poder, incluso con buena intención, tomará las decisiones por sus hijos y no les permitirá explorar sus propios espacios para construirse como seres independientes en el futuro. El hijo estará en deuda y el padre clamará por esa deuda haciendo del otro un ser que posee y no un ser con autonomía y con derechos.
El abuso del poder tiene muchas aristas, y no necesariamente se sustenta en la psicopatología, es decir, no hace falta ser un psicópata narciso para ejercer desproporcionadamente el poder sobre el otro y deshumanizarlo. Toda vez que tomamos decisiones por los demás pensando más en nuestro propio beneficio que en el del otro, estamos abusando de nuestro poder, muchas veces solo por sentir la agradable sensación de que podemos ejercer ese poder y obtener resultados que de otra manera no se lograrían. Es pues menester que todos observemos en cuáles relaciones tenemos poder, profesores, padres, terapeutas, sacerdotes, gobernantes, etc. y busquemos los mecanismos apropiados para poner un límite y usarlo solo en beneficio de la relación y no del propio.
En esta disertación se puede entender que existen condiciones que favorecen el abuso del poder. Mientras más desigual es la relación mayor es el peligro de que quién detenta el poder, abuse de su posición. Poblaciones vulnerables son más sensibles a este tipo de abuso, incluso, y repito por su importancia, cuando las decisiones se toman suponiendo un bien para el otro, pero en el que la libertad del otro para decidir se anula, anulando así su autonomía principio esencial de la humanidad. Los gobernantes que deciden con qué alimentar a su pueblo, por muy bien intencionado que sea este gesto, someten abusivamente a los más vulnerables a depender ciegamente y sin autonomía de ese a quién además debe agradecer, pero sin el que no podría alimentarse de forma autónoma, entregándole su libertad individual.
La otra condición que aumenta las posibilidades de que se cometan abusos por parte de figuras de autoridad, es la impunidad. Si ante el intento de abusar existe una barrera, pero además una vez trasgredida existe una sanción ejemplarizante, las posibilidades que los abusos se den o se repitan se reducen significativamente.
Los abusos sexuales son cometidos por familiares muy cercanos en una proporción muy elevada. Se estima que por lo menos el 75% de los abusos sexuales de niñas y niños ocurren por personas conocidas con las que se vinculan de forma cercana: padres, padrastros, tíos, vecinos, profesores, etc. Aquí el juego de condiciones de poder e impunidad actúa a sus anchas. La denuncia de un abuso sexual en estas condiciones genera tanta disrupción, malestar y conflicto, que muchos prefieren dejar las cosas así, por lo que el número de denuncias es muy bajo aumentando el círculo de la impunidad.
En la iglesia, como en muchas otras instancias en las que se dan las dos condiciones mencionadas, es propicio el escenario para que ciertos sacerdotes con mucho poder, abusen de personas vulnerables y que estos crímenes se mantengan impunes en el silencio de la complicidad de algunos.
Debe quedar claro que el responsable es, y debe ser, la persona que en su condición abusa del poder otorgado en buena fe. Si bien la Iglesia, así como los gobiernos, deben tomar cartas en el asunto, ella no es la causa. Sin embargo, si es responsable de estar alerta ante los peligros que el contexto presenta: Figuras con mucha autoridad y poder en relaciones cercanas con personas vulnerables. Igualmente se debe asumir la responsabilidad de que se impongan las consecuencias individualísimas, es decir, no permitiendo la impunidad ante casos señalados, facilitando y no entorpeciendo las investigaciones y clamando sinceramente para que haya justicia, incluso a costa de conflictos necesarios. La Iglesia, igual que los estados, deben ser la voz de los vulnerables y no de los poderosos.
El silencio es el mayor cómplice, en cualquier institución, no solo en la Iglesia, pero la respuesta de el Papa Francisco ante los casos de abuso sexual en Chile puede ser el parangón que permita evitar los abusos en todas las instancias en las que se presenta. Es quitarle el poder a quienes han tenido mucho y lo han ejercido de forma abusiva para su propio beneficio y permitir que la justicia actúe para que no haya más impunidad. De esta manera, la Iglesia se recuperará de la herida y comenzará a prevenir la ocurrencia de más casos de abuso sexual. Esperemos que todas las instituciones hagan lo mismo, por el bien de la humanidad.
Por Ana Gabriela Pérez Rodríguez.
Psicologa clínica
Directora de la Escuela de Psicología de la Universidad Católica Andrés Bello, Venezuela
Candidata a PhD. Chicago School of professional Psychology